[or] Otras lecturas: Hechos 42-47; Salmo 118:2-4, 13-15, 22-24; 1 Pedro 1:3-9
[h1] Lectio:
Debía de ser un personaje sumamente complejo este Tomás el Mellizo. Directo y valeroso, sin duda. Al menos es así como actúa en las tres ocasiones en que interviene activamente en el evangelio de Juan. Representa los sentimientos más profundos del “martirio” sin temor a las consecuencias: seguir a Jesús a Betania, en el territorio de los judíos, puede significar enfrentarse a la violencia, tal vez a la muerte. Con todo, es el único discípulo que se ofrece voluntariamente a ir con el Maestro a hacer duelo por Lázaro, su amigo que acaba de morir: “Vamos también nosotros, para morir con él” (11:16). Durante la Última Cena, cuando Jesús les habla a los discípulos con palabras para todos oscuras, es el único que se atreve a reconocer su ignorancia y plantea abiertamente su pregunta: “Maestro, no sabemos a dónde vas…” (14:5). Y aquí le tenemos otra vez, con la tradicional fama de incrédulo, pero con la misma actitud de los demás frente a la resurrección. Veamos los datos objetivamente: si los otros discípulos hubieran creído las palabras de María “He visto al Señor” (20:18), no estarían en la casa, con las puertas cerradas “por miedo a los judíos” (20:19). Así que, ¿por qué habríamos de escandalizarnos porque Tomás se negara a creer, cuando también él escuchó el mismo mensaje: “Hemos visto al Señor” (20:25)? Al fin y al cabo, lo que quiere es, ni más ni menos, lo mismo que habían experimentado los otros: ver las heridas de Jesús. Y lo cierto es que el Señor a ellos ya les había mostrado “las manos y el costado” (20:20), así que su fe no tenía nada de especial. Podríamos seguir profundizando en la evolución de este proceso de fe, pero como todos los años leemos este mismo texto el Segundo Domingo de Pascua, considero más importante vincular la última frase de este pasaje con la segunda lectura de la liturgia de hoy y explorar otra dimensión de los textos.
Después que Tomás reconociera a Jesús como “Señor y Dios”, una de las profesiones de fe más solemnes de los evangelios, Jesús hace una afirmación que nos concierne a todos nosotros, los que en el futuro habríamos de creer sin signos de apoyo para nuestra fe. Somos quienes, según las palabras de Pedro, amamos a Jesucristo y creemos en él “sin haberle visto” (1 Pedro 1:8). En nuestro caso, hemos seguido el proceso inverso al de Tomás y los otros discípulos: ellos oyeron palabras de testimonio, no se fiaron de ellas y, por eso, no pudieron creer; sólo cuando “vieron”, fueron capaces de dar el paso de la fe (don de Dios, no lo olvidemos). En nuestro caso, hemos llegado a la fe por las palabras de otros: ni presencia visible, ni heridas, ni pan y pescado en la orilla en un almuerzo inesperado con el Señor resucitado. Y no sólo eso, sino que en la fe “por el oído” tuvimos que aprender otra dimensión en nuestra vida como creyentes: dondequiera que miremos, estamos llamados a descubrir la presencia del Señor, el que aparece incluso en el espacio “cerrado” de nuestro corazón, o en sus heridas actuales sufridas por los hombres y mujeres que nos rodea. Es en la necesidad de amor, de comprensión, de solidaridad y acogida, y en nuestra respuesta a esas demandas donde podremos encontrar a nuestro Dios y Señor. Desde este punto de vista, podemos entender el auténtico significado de la “bienaventuranza” pascual: ciertamente somos dichosos, no por haber o no haber visto, sino porque se nos ha concedido el don de la fe.
Desde este punto de vista también, podemos entender el significado del don de Espíritu Santo: un espíritu de reconciliación que nos lleva al perdón y a un estilo de vida nuevo, el mismo que se expresaba en la vida de la nueva comunidad de creyentes. En su actitud y en su testimonio de la resurrección podían descubrir los habitantes de Jerusalén la paz de Cristo.
[h2] Meditatio:
Como puedes ver, en la liturgia de este domingo hay muchas cosas más que la necesidad de ver que tenía Tomás. No se trata sólo de un momento para reflexionar sobre el proceso por el que legamos a la fe en Cristo resucitado después de veinte siglos de historia cristiana. Es cuestión de analizar y comprender qué signos pueden ser significativos hoy día para que nosotros y los demás descubramos y “veamos” con nuestros ojos interiores la presencia del Cristo vivo. ¿Confinamos nuestra experiencia espiritual a una dimensión “religiosa”: la asistencia a la iglesia, las oraciones que repetimos, nuestra meditación (incluso la Lectio Divina) o los libros que leemos? La primera comunidad de Jerusalén compartía su fe común y eso la llevaba a un estilo de vida peculiar. ¿O era al revés: era una experiencia de solidaridad humana lo que les llevaba a reconocer a Cristo vivo en medio de ellos? Es evidente que Lucas idealiza aquella primera comunidad (encontraremos su fallos más adelante en los mismos Hechos). Pero aun así, ¿nos atreveríamos a comparar su estilo de vida cristiana con la de nuestras actuales comunidades reales? Para Pedro, ni siquiera las pruebas sufridas por aquellos primeros cristianos podían privarles del gozo de su fe cuya meta era la salvación. Una vez más, comparemos el vivir en nuestro mundo donde podemos identificarnos abiertamente como cristianos y el mundo del Nuevo Testamento, o el de algunas sociedades actuales, donde ser cristiano puede significar la persecución o incluso la muerte. Sí: cuando hablamos de fe, de ver y confesar a Cristo como Señor y Dios, hay que hablar de muchísimas más cosas que aceptar dogmas o credos. Y hay que recordar de nuevo al Tomás de “Vamos también nosotros, para morir con él.”
[h3] Oratio:
Recemos hoy por dos grupos distintos de personas cuya fe puede ser un asunto espinoso o peligroso en estos momentos.
Aunque los medios evitan hablar de ellos, hay grupos de cristianos, especialmente comunidades pequeñas, pobres y jóvenes, que se ven sometidas a discriminación, persecución e incluso a la muerte: reza para que encuentren en el Señor la fuerza que necesitan para superar sus sufrimientos y angustias; y reza también para que encuentren la ayuda social y política que necesitan para ver que se respetan y protegen sus derechos humanos.
Reza también por aquellos cristianos cuya fe se ve amenazada por factores “internos”: sus dudas y temores personales; los ataques de un ambiente secular donde la indiferencia religiosa generalizada puede erosionar su vinculación a Jesús y a sus palabras; o incluso, y esto es más triste y peor, la pérdida de confianza en nuestras propias instituciones eclesiales, que en ocasiones están lejos de ofrecer apoyo o ser testigos creíbles del evangelio.
[h4] Contemplatio:
Los temas de nuestros textos de hoy eran diversos y hondos. Tuvimos que dejar a un lado algunos puntos, y en algún momento dado puede que al tono le haya faltado el timbre gozoso de la Pascua… Lee nada más que los primeros versos del Salmo 26/27: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿de quién podré tener miedo?” y haz que sean tu estribillo cada vez que sientas la más ligera amenaza de una nube de tristeza en tu cielo espiritual.
Reflexiones escritas por el Rvdo. D. Mariano Perrón,
Sacerdote católico,
Arquidiócesis de Madrid, España