[or] Otras lecturas: Hechos 8:5-8, 14-17; Salmo 66:1-3, 4-5, 6-7, 16, 20; 1 Pedro 3:15-18
[h1] Lectio:
La frase que he tomado como título para este Domingo debió de resonar de manera muy distinta en los oídos de los discípulos cuando la oyeron por primera vez en la Última Cena; cuando vieron cómo detenían a Jesús, lo crucificaban y lo enterraban; cuando se les apareció después de la Resurrección, y cuando finalmente regresó al Padre. Desde luego, nos suena de modo muy distinto a nosotros, que jamás hemos experimentado la presencia de Jesús nuestro lado. Para los discípulos, los recuerdos y las imágenes eran algo vivo y vital y les ayudaban a “rellenar” el vacío material en el que tenían que vivir su fe: “…de lo que hemos oído y de lo que hemos visto con nuestros propios ojos… y lo hemos tocado con nuestras manos. Se trata de la Palabra de vida” son las primerísimas líneas de la Primera carta de Juan (1:1) y resumen la razón y el fundamento de su mensaje. No se apoya en palabras o testimonios ajenos, sino que habla a partir de su experiencia personal. Y aun así, la ausencia de Jesús era tan real para él como lo es para nosotros. Y aunque parezca contradictorio, no sólo compartimos con el nuestra aparente soledad en este mundo nuestro, sino que también “estamos unidos con Dios el Padre y con su hijo Jesucristo” (1:3).
¿Cómo puede ser eso? ¿Cómo podemos estar seguros de que existe un vínculo misterioso pero real que une a los miembros de comunidades tan distantes en el tiempo (y en el espacio, si es que somos conscientes de nuestra comunión con cristianos del otro extremo del planeta? Cuando Jesús anuncia su partida, es plenamente consciente del desconcierto que va a crear en sus seguidores: “Creíamos que era el Mesías, el que libraría a Israel del yugo romano, ¿y qué tenemos ahora? ¡Un profeta herético y subversivo, rechazado y ejecutado con otro par de “bandidos” o “criminales!” (Véase Mateo 27:38-44; Lucas 23:33-42 y 24:13-35). Precisamente porque prevé la tristeza que han de sentir (Juan 16:20-24), sus palabras en los capítulos 14-16 son palabras llenas de ánimo y esperanza para que los discípulos (los que estaban con él a la mesa, y también nosotros) puedan entender la hondura y el alcance de sus planes y designios para ellos.
No se trata aquí de una cuestión de memorias, recuerdos nostálgicos o historias que hay que repetir. Es algo totalmente distinto del tipo de presencia que podría sentir un discípulo de los antiguos profetas o de Sócrates al pensar en sus maestros. Jesús insiste en otro tipo de presencia. Es el Espíritu, el Paráclito, otro “abogado” o “consolador”, justo igual que él, quien nos permitirá verle aunque no esté presente entre nosotros. Aquí no hay ni un atisbo de todo el énfasis del evangelista en el factor “ver” que encontraremos en sus relatos de la Resurrección. No se trata de verle físicamente: tampoco el mundo le verá, sino sólo aquellos en los que more el Espíritu le reconocerán de un modo diferente. Hay, con todo, una condición para permanecer en esa comunión con Jesús y con el Padre: aceptar y obedecer sus mandamientos. En realidad, como ya le han oído decir antes (13:31-35) y volverán a oír (15:11-12), era tan sólo “un” mandamiento, y “nuevo”: el amor mutuo. Eso hará que los demás los reconozcan como discípulos suyos. Y, por encima de todo, eso hará que él rece al Padre para que les envíe ese otro Paráclito, Abogado o Consolador: él les permitirá verle y comprender las muchas cosas que le han quedado por decirles y que necesitan saber.
[h2] Meditatio:
A los cristianos a veces se nos considera personas crédulas, ingenuas, sometidas a la fascinación de un mero espejismo religioso. Se da por supuesto que seguimos una sombra vacua y que no hay racionalidad alguna en lo que creemos y defendemos. Pedro, en la segunda lectura de hoy, invita a los cristianos a estar preparados para “dar razón” de nuestra esperanza (1 Pedro 3:15-16). Las orientaciones que ofrece el apóstol son sencillas y claras: respetemos la conciencia de los demás, pero seamos firmes en nuestras convicciones y coherentes en nuestro comportamiento. Podríamos decir en tono humilde: seamos fieles al Espíritu que mora en nosotros, y dejemos que brille Cristo en nuestra manera de vivir. Sería también una manera de traducir en la vida práctica las palabras de Jesús: guardar sus mandamientos es el signo de nuestro amor hacia él y la verdadera garantía de que su Espíritu está en nosotros. Ese doble punto de referencia es más que suficiente para mostrar que el Espíritu prometido por Jesús no es una ilusión engañosa y que su presencia en nuestra vida es algo más que pura verborrea. Como en otras ocasiones, una pregunta muy sencilla en relación con el evangelio de hoy: ¿Es así como entendemos y vivimos la promesa de Jesús y la presencia real del Espíritu en nuestra existencia?
[h3] Oratio:
Aunque aún no hemos celebrado Pentecostés, demos gracias por el Espíritu que se derramó sobre nosotros en nuestro bautismo, que mora en nuestro interior, y nos lleva a entender y obedecer las palabras y mandatos de Jesús.
Recemos por nuestra sociedad secular: para que su legítima “laicidad” esté abierta al Espíritu de la verdad y se garantice a todos los ciudadanos la libertad religiosa; que se respeten y protejan los derechos de los creyentes de las diferentes comunidades y movimientos religiosos
[h4] Contemplatio:
Estamos a punto de celebrar la Ascensión del Señor y Pentecostés (los dos próximos domingos). Después de nuestro gozo pascual, “¡Hemos visto al Señor!”, como decían los discípulos, y del retorno litúrgico de Jesús, nos enfrentamos a un periodo de ausencia en un mundo secular. Convirtamos estos días en una humilde preparación leyendo cada día algún pasaje de los capítulos 14-17 del evangelio de Juan. El capítulo 17, una larga oración al Padre en favor de los discípulos, puede ofrecernos buenas razones para vivir confiados: la oración de Jesús es la fuente de nuestra esperanza.
Reflexiones escritas por el Rvdo. D. Mariano Perrón, Sacerdote católico, Arquidiócesis de Madrid, España