Todos llamados a ser santos

Día de todos los Santos y día de difundos. Santos y difuntos se unen. Santos podemos ser todos, Dios nos llama a todos a ser santos porque podemos serlo. Amar y dejarse amar. Cuidar y dejarse cuidar. Ser santo es ser humano y por tanto limitado. Es acertar a poner el amor por delante en el lugar de cada uno, dejarse hacer por Dios. Somos seres únicos con una misión. Nuestros difuntos queridos nos acompañan en todo momento. No nos olvidamos de ellos porque su amor no se puede olvidar.

Solemnidad de los todos Santos

Hoy, en la solemnidad de todos los santos, recordamos y hacemos presente a todos los que nos han dejado, a los que mantenemos en el vivo recuerdo de nuestra memoria. Porque siguen formando parte de nuestro corazón y nos seguimos queriendo, porque siguen presentes en nuestra vida. Les damos gracias por haber compartido su vida y porque desde la llama vida de su amor siguen cuidando de nosotros. Por todos los que desde el silencio y la cotidianeidad velan gratuitamente por nuestro bienestar, por los que nos incordian porque nos quieren. Por nosotros mismos que anónimamente también velamos y cuidamos de los que lo necesitan. Hoy, día de los que cuidan y se dejan cuidar, de los que dejan fluir el amor por sus vidas presentes pasadas y futuras.

Infundiendo esperanza en la debilidad

El ancla es el símbolo universal de la esperanza. En medio de la tormenta, la inseguridad y la indecisión, infundir esperanza consiste en ofrecer a la persona un lugar donde clavar el ancla. Un ancla fundamentado en la realidad, aunque sea un deseo de realidad, siempre que sea alcanzable. El reconstituyente saludable en medio de la vulnerabilidad para anclar nuestra esperanza es sentirse esperado por otra persona. Incluso nuestro cuerpo funciona de otra manera. Se genera seguridad y confianza. Surgen deseos de mejora y nos cura de la soledad.

Competencias espirituales para acompañar a sanar

Si nos ponemos al lado de otra persona para acompañar y apoyar su camino, consideremos la importancia de su dimensión espiritual más allá de su estricta experiencia religiosa. La inteligencia o competencia espiritual tiene que ver con hacerse preguntas profundas de compromiso con la propia realidad, con la búsqueda de sentido en la vida y de respuestas que se traducen en acciones concretas. Personas que trabajan por conocerse a sí mismas, que identifican lo que hondamente tiene valor en sus vidas porque tienen necesidad de encontrar sentido. Personas que intentan escribir y contemplar su vida como un relato unificado y unificador, que necesitan sentirse parte de algo más allá de sí mismas. Gente que acude a la filosofía o las religiones para hacerse preguntas e intentar encontrar respuestas, que se admiran y comprometen ante la naturaleza, que contemplan en silencio lo que les rodea con los ojos del corazón.

Descubriendo nuestra propia vulnerabilidad

Cuando entramos en la realidad de la persona que acompañamos, recibimos el eco de nuestra propia vulnerabilidad, porque entrar en el mundo ajeno nos abre las puertas de nuestro propio mundo. Cuando unimos la experiencia del otro a la nuestra, interpretamos y comprendemos nuestra propia realidad, nos descubrimos sanadores heridos. Involucrar nuestro ser en el acto de acompañar, empatizando con la herida ajena, activa nuestras propias heridas. Integramos nuestra propia sombra y eso nos sana. Aceptar y reconocer nuestra propia fragilidad se convierte en la herramienta resiliente para ayudar a sanar a otros.

Aprendiendo a estar

¿Estamos donde queremos estar? Dios se comunica en el aquí y ahora para darnos el pan de cada día. No el de mañana, sino el de hoy. Todas las tareas tienen su tiempo y su sazón. Hay tiempos para esperar y otros para avanzar y darlo todo. Dios nos invita a encontrar nuestro momento para introducir cambios y entretanto saber esperar y tener paciencia. La vida es como un libro con capítulos. Hay que saber cerrar un capítulo y dar la bienvenida a otro nuevo. Hay que hacer espacio. Muchas veces, cuando no acertamos a gestionar nuestro tiempo, no sabemos estar, porque no paramos de pensar en otras cosas que podríamos estar haciendo. Dios no se rige por un protocolo de tiempos. Por eso hay que estar preparado, porque no sabemos en qué momento vendrá a nuestro encuentro.

Amor: alegría de tu existencia

Contemplando la alegría de mis padres con el simple hecho de verme, su deseo de estar conmigo, compartir. Ayer me decían que el amor a alguien es la alegría plena de que exista. Hoy percibo la alegría plena de mis padres por mi existencia, por mi presencia. Gracias por ello. Es un tesoro inmenso.

Estar más que hacer

Haznos conocer la brevedad de nuestra vida para alcanzar sabiduría de corazón.

Contemplando una conversación con mi padre un sábado por la tarde. Estaba yo solo en un saloncito de casa mandando un mensaje a través del móvil. Él llegó y se sentó a mi lado. No sé cómo empezó la cosa, pero comenzó a contarme cosas de sus últimos años de trabajo. Lo hacía con gran entusiasmo. Aunque todo lo que me contó ya se lo había escuchado, no le corté. Valió la pena volvérselo a escuchar. Se actualizó. Simplemente tenía ganas de estar conmigo compartiendo unas vivencias para él significativas. Intuyo que con mis padres ha llegado un tiempo de aprender a estar más que hacer.

Escuchar el silencio

El mensaje más importante en una conversación se transmite a través del silencio. Palabras acompañadas de tonos, gestos, miradas y lenguaje no verbal. Se trata de escuchar lo que no se oye: el bullir de la vida que irradia el sol, el quejido de las hojas al ser pisadas, el latido de la savia que asciende por un tallo, el temblor de los pétalos al abrirse acariciados por la luz. Cuando hablemos, procuremos que nuestro silencio sea mejor que nuestras palabras. Cuando baste una palabra, evitemos un discurso. Cuando baste un gesto, evitemos las palabras. Cuando baste una mirada, evitemos el gesto. Cuando baste un silencio, evitemos incluso la mirada.

Gestos que valen más que mil palabras

El domingo pasado cuando fui a misa, un sacerdote joven que estaba celebrando se dirigió a la gente tras la comunión de la misa. Invitó a aquellos que no habían ido a comulgar y que quisieran recibir la bendición se acercaran. Se acercó una chica joven, luego una señora mayor, un niño pequeño, un señor, una madre. Les imponía las manos a cada uno dándoles la bendición. De fondo el coro cantaba como solía hacer en ese momento de la misa: «Recíbeme, con todo lo que tú pusiste en mí, con todas esas ganas de vivir. Con toda mi miseria». No puedo negar que me impactó. Me vinieron a la cabeza algunos nombres. Un gesto de acogida que vale más que mil palabras.

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