Esta sesión de formación nos hace un recorrido de las figuras del Padre, Hijo y el Espíritu Santo a través de la Sagrada Escritura (desde el Antiguo al Nuevo Testamento), poniendo de manifiesto una presencia de Dios que nos saca de nuestro entorno y nos incomoda.
Una presencia que incomoda -El empuje del Espíritu de Jesús-
Los cristianos creemos en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Sólo luego confesamos “un solo Dios verdadero”. No ponemos nuestra confianza en una idea genérica de Dios, para afirmar después el dogma de que es “uno y trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo”. Decimos haber tenido, como comunidad que peregrina a través de la Historia, una experiencia con Aquel que se reveló a los patriarcas, a Moisés y los profetas, con Jesús y con esa presencia que nos habita, el Espíritu. Sólo después afirmamos “Y eso es a quien llamamos Dios”.
¿Es esto sólo un juego de palabras? ¿Una triquiñuela teológica? ¿Qué más da el orden de estos enunciados?
Los cristianos no confesamos tener fe en un Dios a quien imaginamos omnipotente, omnisciente, justo,… para decir luego: “y este Dios envió a su Hijo Jesús”. Nuestra primera noticia de Dios proviene de Jesús, la Historia de Israel y los primeros cristianos.
Esto no quiere decir que no exista conocimiento de Dios fuera del ámbito de la revelación cristiana, o que no haya un anhelo secreto de Dios en todo corazón humano; sino que los cristianos hemos conocido a Dios a través de una historia muy particular.
En el nombre del Padre
En el capítulo 12 del Génesis, el relato bíblico abandona el tono mítico que caracteriza los primeros once, y empieza a contarnos una historia, que aunque envuelto en elementos legendarios, relata a personajes reales. Los primeros de esta saga –llamada de los patriarcas– son Abrahán y Sara.
El Señor dijo a Abrán: “Sal de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre, y vete al país que yo te indicaré. Yo haré de ti un gran pueblo; te bendeciré y engrandeceré tu nombre. Tú serás una bendición: Yo bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan. Por ti serán bendecidas todas las comunidades de la tierra (Gen 12, 1-3).
No sabemos si Abrahán y Sara llevaban una vida cómoda en Jarán (actual Turquía) cuando les llamó YHWH. Sí sabemos que a partir de ese momento se convirtieron en nómadas por tierras sobre las que no tenían ningún título de ciudadanía o propiedad. Abrahán y Sara aún no sabían casi nada acerca de esta “presencia” que les invitaba a abandonar todo lo que era para ellos conocido. Los biblistas creen que hasta el Siglo VI a.C., el pueblo de Israel no tuvo la noción de un Dios único, creador del cielo y la tierra. Para los primeros patriarcas, quien les hablaba era un espíritu, pero confiaron en esa voz.
No tuvieron una vida fácil. De aquí para allá en total vulnerabilidad. Las periódicas hambrunas les hacían moverse por todo el Próximo Oriente desde lo que es hoy Turquía hasta Egipto
Al llegar a Egipto dijo Abrán a Saray su mujer: “Mira, tú eres una mujer muy hermosa. Tan pronto como te vean los egipcios, dirán: Es su mujer, a mí me matarán y a ti te dejarán con vida. Por favor, di que eres mi hermana, para que se me trate bien gracias a ti, y en atención a ti respeten mi vida” […] La mujer fue llevada al palacio del Faraón. (Gen 12,11-12.15)
Ni Abrahán, ni su hijo Isaac, ni su nieto Jacob, llevaron una vida cómoda o intachable. Eran nómadas viviendo en los márgenes de las sociedades en las que eran tratados como lo que eran, inmigrantes. Tenían ir improvisando ante circunstancias difíciles y cambiantes. Pero conservaron la esperanza en la promesa que les había hecho esa presencia que les había sacado de la vida sedentaria y que les acompañaba. Aprendieron a ser creyentes, caminando.
El segundo gran hito de esta historia tiene lugar en Egipto. Los hebreos, que se habían multiplicado en número, fueron esclavizados por los egipcios. Tras cometer un asesinato, Moisés huye al desierto, donde se casa y trabaja como pastor:
Allí se le apareció el ángel del Señor en llama de fuego, en medio de una zarza. Miró, y vio que la zarza ardía sin consumirse. Moisés se dijo: «Voy a acercarme a ver esta gran visión; por qué la zarza no se consume». El Señor vio que se acercaba para mirar y lo llamó desde la zarza: «¡Moisés! ¡Moisés!». Y él respondió: «Aquí estoy». Dios le dijo: «No te acerques. Descálzate, porque el lugar en que estás es tierra santa». Y añadió: «Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob». Moisés se tapó la cara, porque temía ver a Dios. El Señor continuó: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído el clamor que le arranca su opresión y conozco sus angustias» (Ex 3,2-7).
De nuevo, la presencia que incomoda. La voz de la zarza no le dice: “Quédate tranquilo en tu casa, con tu mujer. Tienes familia y trabajo, vive feliz, no te metas en líos”. Todo lo contrario. Le envía al país del que había huido, para movilizar a un pueblo de esclavos. Moisés se convertirá en una presencia molesta en la tierra del Faraón, hasta que éste decida expulsar a los hebreos de Egipto.
Este dios sigue haciéndose presente y hablando, especialmente por medio de los profetas. En el año 586 a.C. las cosas se ponen extremadamente difíciles. Jerusalén es destruida. Los judíos son deportados a Babilonia, donde se ponen en contacto con la civilización más avanzada de su tiempo. Allí por primera vez alumbran la idea de que esta presencia, este dios al que llamaban YHWH, es el único Dios, creador del cielo y de la tierra, Aquel que tiene en sus manos no solo el destino de Israel, sino el de toda la familia humana.
Y del Hijo
Y damos el salto a Jesús. El Pueblo escogido había regresado del Exilio en Babilonia siglos antes, pero las promesas de los profetas sobre una sociedad verdaderamente libre y justa no acababan de realizarse. Las cosas más bien parecían ir de mal en peor. Ahora los romanos gobernaban Judea, y un reyezuelo títere, hijo del sanguinario Herodes, Galilea.
El evangelio según San Marcos comienza recordándonos las promesas de los antiguos profetas:
Como está escrito en el profeta Isaías: «Yo envío delante de ti a mi mensajero, para que te prepare el camino. Voz que grita en el desierto: Preparad el camino del Señor. Allanad sus sendas» (Mc 1,2-3).
Jesús viene a inaugurar el Reinado de Dios, soñado por los antiguos profetas: «Se ha cumplido el tiempo y el reino de Dios está cerca. Arrepentíos y creed en el evangelio». (Mc 1,15)
La misión de Jesús consiste en empezar a hacer presente el Reinado de Dios. ¿Cómo sería el mundo si Dios estuviera realmente al mando? Podemos verlo en Jesús. Su vida es el Reino realizándose.
Si queremos saber cómo es Dios, hemos de mirar a Jesús, su vida relatada en los evangelios. Cuando Dios reina, los enfermos son curados, los pecadores son perdonados, los marginados reintegrados a la sociedad, los “endemoniados” pueden retomar la vida en sus manos. Es el jubileo, el año de gracia de YHWH:
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres, a anunciar la libertad a los presos, a dar la vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor (Lc 4,18-19).
A todos nos gusta ver a Jesús que cura, se solidariza con los pobres y se enfrenta a la hipocresía de los fariseos. Pero todo el intenta hacer el bien como él, también se ve confrontado, como él, con la resistencia de las estructuras de poder que se sostienen sobre el miedo y la mentira.
No se quedó en Galilea, donde su ministerio iba razonablemente bien. Se empeñó en dirigirse a Jerusalén. Se metió en la guarida del lobo para proclamar justo allí –en el Templo– su verdad: “¿No está escrito que mi casa es casa de oración para todas las naciones? Pero vosotros la habéis convertido en una cueva de ladrones” (Mc 11, 17).
No es necesario presuponer aquí una omnisciencia sobrenatural. Basta no ser estúpido para darse cuenta que los guardianes de la “verdad” oficial y del poder no iban a consentir que el profeta de Nazaret siguiera siendo una presencia molesta.
La siguiente escena la hemos contemplado mil veces: Cristo en la cruz. ¿Qué aspecto tiene el Dios encarnado que viene a redimir el mundo? Cristo en la cruz: Dios soberano y vulnerable. Dios vulnerado y soberano. Sobre su cabeza el letrero puesto por el gobernador romano, cuyo significado secreto sólo el creyente puede descifrar: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”.
Dios transforma el mundo por la realización de las buenas obras y por la proclamación de la verdad que denuncia, pero también actúa misteriosamente a través del fracaso y la muerte.
Jesús había dicho en el Sermón de la Montaña: “Si te abofetean la mejilla derecha, preséntale también la otra” (Mt 5,39).
Túnez, 17 de diciembre del 2010, Mohammed Bouazizi, un vendedor ambulante, fue abofeteado, escupido e insultado en público por una mujer policía municipal. Bouazizi, de 26 años, era una figura bien conocida y querida de las calles de Sidi Bouzid. Había tenido que dejar la escuela a los 10 años de edad para ponerse a trabajar, y mantenía con su pequeño negocio a su madre, sus hermanas y un tío enfermo. Había sido acusado de no tener los papeles requeridos para su negocio; en realidad, se había negado a pagar el soborno que pedían los policías. Todos conocemos lo que pasó después: Se prendió fuego, y encendió la mecha de la Primavera Árabe.
Quemarse a lo bonzo no es lo mismo que presentar la otra mejilla, pero ambos gestos apuntan a una reivindicación pública de la dignidad. Una acción que nos saca de la conformidad, sumisa o cínica, para confrontar el mal.
En ningún lugar de la Biblia está escrito que si los cristianos se comportan como Dios manda, todo les irá bien. Solo se nos dice que llegaremos a ser “imitadores de Dios”, un Dios soberano y vulnerable. Siempre estará a nuestro alcance recuperar mediante acciones creativas esa iniciativa que nos restituye la dignidad de ser hombre y mujeres libres, pero en ningún lugar se nos promete la invulnerabilidad. Más bien todo lo contrario: Seremos heridos.
Nos gloriamos en nuestros sufrimientos, conscientes de que los sufrimientos producen resistencia; y la resistencia, la fidelidad; y la fidelidad, esperanza; y la esperanza no desilusiona, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos fue dado. (Rom 5,3-5)
Y del Espíritu Santo
La historia no terminó en la cruz. Jesús resucitó. Y de este modo se convirtió en el primer ciudadano del Reino de Dios. Finalmente, en la Ascensión, Él dejó este mundo para que sus seguidores asuman, en libertad y fidelidad creativa, el trabajo que él había iniciado: traer a la tierra el Reino de Dios. No estamos solos en esta tarea: Tenemos su Espíritu.
Así son las cosas: La Nueva Creación está en marcha y gana terreno en el mundo por la acción del Espíritu Santo, creámoslo o no. El Espíritu realiza esta transformación, a través de la acción de cristianos y no-cristianos. Cada vez que alguien actúa como Jesús, su Espíritu está ahí transformando la realidad, aunque ese alguien “no sea de los nuestros”.
Los cristianos nos reunimos en comunidad para recordar a Jesús y cultivar los dones del Espíritu Santo. San Pablo escribe:
Hermanos, vosotros habéis sido llamados a ser hombres y mujeres libres; pero procurad que la libertad no sea un pretexto para dar rienda suelta a vuestras pasiones, antes bien, servíos unos a otros por amor […] Yo os digo: Dejaos conducir por el Espíritu, y no os dejéis arrastrar por las apetencias de vuestros viejos hábitos. Porque los hábitos del hombre viejo luchan contra el espíritu, y el espíritu contra ellos […] Los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, generosidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, autocontrol; contra estas cosas no hay ley. Los que son de Cristo Jesús han crucificado la vieja forma de vida con sus pasiones y deseos. Si vivimos por el Espíritu, dejémonos conducir por el Espíritu. No busquemos la vanagloria, provocándonos mutuamente y teniendo envidia unos a otros […] No nos cansemos de hacer el bien, porque a su tiempo cosecharemos, si no desfallecemos. Por consiguiente, siempre que tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, y especialmente a los hermanos en la fe (Gal 5, 13.16-18.22-26; 6,9-10).
El Espíritu nos muestra una libertad bien distinta de la “libertad de mercado”, que consiste en poder elegir entre una gran multitud de bienes y servicios, aunque esas experiencias de consumo no nos lleven a ninguna parte. Descubrimos la libertad que el Espíritu de Jesús nos trae cuando otro abre una ventana en el muro de nuestro ensimismamiento, nos saca de nuestras “zonas de confort”, y nos descubre que se nos necesita para crear fraternidad.
Del mismo modo que Jesús fue enviado por Dios, para ser presencia suya, incómoda y transformadora, somos enviados también nosotros:
En la tarde de aquel día, el primero de la semana, y estando los discípulos con las puertas cerradas por miedo a los judíos, llegó Jesús, se puso en medio y les dijo: «¡La paz esté con vosotros!». Y les enseñó las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Él repitió: «¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí, así os envío yo a vosotros». Después sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo». (Jn 20,19-22)
Preguntas para la reflexión personal y el diálogo
• En tu historia personal, ¿hay un momento en el que hayas seguido una “voz” que te sacaba de lo conocido para emprender una aventura? ¿Dónde estaba Dios entonces?
• ¿Has sido testigo alguna vez de la dinámica de la muerte y la resurrección? ¿Has tenido alguna experiencia en la que un fracaso ha dado paso a una nueva realidad?
• Nombra algunos “frutos del Espíritu” que hayas descubierto en ti o en los que te rodean
• ¿Qué es para ti la libertad? ¿Un capital de posibilidades que administras con diligencia? ¿O la alegría que experimentas al salir de ti mismo y descubrir que otros te necesitan?
• “Por consiguiente, siempre que tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, y especialmente a los hermanos en la fe”. ¿Cómo vivir esto este año?