¿Se puede ser lesbiana y católica y no caer en un conflicto moral indisoluble? María José Rosillo, autora del impresionante al tiempo que sencillo testimonio que publicamos en las páginas 4 y 5 de este número de ALANDAR, contesta con claridad: “¿Se puede cambiar un color de ojos, un color de piel?… ¡No! Podrán usarse lentillas provisionales, o implantes, pero jamás dejar de ser como se es”.
La historia y el presente de nuestra amada Iglesia están llenos de vivencias parecidas a las que comparte María José. Salirse de lo establecido y hacer caso al corazón, sin renunciar a la llamada de la fe, no resulta sencillo para una institución que, como la eclesial, rechaza por sistema a los espíritus libres. Para una mujer lesbiana, de igual modo que para un hombre homosexual, tomar la decisión de vivir en plenitud la fe y sus opciones afectivas le enfrenta con el rechazo y la intolerancia. Tanto en el mundo exterior como en el interior de la Iglesia.
La primera muralla la levanta la hipocresía de colectivos que se declaran progresistas y defensores de los derechos de las personas. Entre las asociaciones lésbicas y homosexuales no está bien visto que uno de sus miembros exhiba como seña de identidad el hecho de ser seguidora o seguidor del mensaje de Jesús de Nazaret. ¡Y qué decir de lo que le sucede en la Iglesia a quien proclama abiertamente su homosexualidad! Acaso piensan los látigos de la moral que el Maestro condenaría a nadie por escuchar su corazón y ser fiel ante lo que siente. En estos dos mundos tan lejanos y tan unidos por la sinrazón, las mujeres lesbianas y cristianas son silenciadas, denigradas o perseguidas. A menudo se sienten, con razón, incomprendidas, ninguneadas o invisibles. Ni siquiera reciben la comprensión de los colectivos feministas no cristianos, pese a compartir un mismo análisis de género que busca deconstruir una sociedad patriarcal injusta.
Somos cada vez más los que, enorgulleciéndonos de pertenecer a la Iglesia de Cristo, defendemos que no es una quimera plantear que ya es hora de integrar fe y sexualidad en el marco de la naturalidad más cotidiana. A quienes se afanan en convertir la doctrina católica en un escarnio y condena permanente de todo lo que suene a amor carnal, sólo les queda aceptar que, afortunadamente, el mundo es muy diverso. Nadie debería poner en duda que optar por el celibato y los hábitos resulta tan respetable como disfrutar con el amor de las personas de tu mismo sexo. ¿Cuándo se bajarán del guindo en el que se encumbraron los maestros de la doctrina y la moral y descubrirán que el concepto de familia ya es mucho más amplio que el clásico padre-madre-prole? Caer en la cuenta de estas realidades y poner en práctica la virtud de la tolerancia y el mandamiento del amor fraterno evitará mucho sufrimiento a mucha gente y fortalecerá a quienes creemos que el Reino que hay que construir o tiene por cimientos la diversidad y el amor, o no será.