Del Evangelio según san Mateo 15:21-28
Otras lecturas: Isaías 56:1, 6-7; Salmo 67:2-3, 5, 6, 8; Romanos 11:13-15, 29-32
[h1] Lectio:
Nos enfrentamos hoy a un domingo muy denso. El evangelio, por sí solo, es una caja de resonancia donde podemos detectar varias líneas de pensamiento, actitudes y temas teológicos, junto con alusiones y referencias, todo lo cual nos llevará a la habitual paradoja de un mensaje sencillo y complejo. Vamos a ver, paso a paso, los elementos que han de llevarnos a una comprensión mejor de la salvación de Jesús. Primero, el contexto bíblico: el capítulo 15 de Mateo comienza con una discusión en torno a la verdadera fidelidad a las tradiciones, un tema espinoso y permanente en el que los fariseos y los letrados siempre chocaron con la actitud de Jesús respecto a la Ley. Esta discusión, a su vez, lleva a otra controversia, la de la pureza o impureza legal. Segundo, el contexto litúrgico: las lecturas de Isaías y Pablo tienen un tema común (otra dualidad, por cierto): la diferencia entre pertenecer a Israel, el pueblo escogido de Dios, y ser un gentil. Por último, también deberíamos tener en cuenta el domingo pasado y la situación de inquietud de los discípulos en la barca agitada por las olas, Pedro caminando sobre las aguas, y el papel desempeñado por la fe.
También es importante la ubicación geográfica. Jesús está en la región pagana de Tiro y Sidón, la tierra de los cananeos. Su diálogo con la mujer del evangelio de hoy es, pues, distinto del que manutuvo con otra mujer, la samaritana, que creía en el verdadero Dios de Israel. Este punto de partida es vital, ya que estamos ante una gentil, una infiel. Se encuentra en una situación desesperada por causa de su hija, atormentada por un demonio. Tan desesperada, que “grita” (de miedo, de dolor, ese es el matiz del verbo griego) lo mismo que hicieran los discípulos, aterrorizados por la tormenta y por la aparición de Jesús al que toman por un fantasma (Mateo 14:26). Otro elemento común es la actitud de los discípulos: al igual que en Mateo 14:15, la solución más fácil que encuentran para resolver un problema es quitárselo de encima. Así, su propuesta es “Dile que se vaya…” Y eso da lugar a algo completamente inesperado: lo mismo que Abraham había intercedido ante Dios a favor de Sodoma y las ciudades pecadoras, la cananea “negocia” con Jesús a favor de su hija. Le llama “Señor, Hijo de David”, como si supiera el profundo contenido de esos títulos y la diferencia que implicaban a la hora de tratar con una cananea, miembro del pueblo más odiado de Israel. En este caso, tenemos que recordar las palabras de Jesús, “Había muchas viudas en Israel…” (Lucas 4:23-27); y, sin duda, también en aquella época debía de haber muchas mujeres con hijos atormentados por demonios. En cualquier caso, está buscando ayuda desesperadamente: al igual que Pedro, también ella grita “Señor, ayúdame”. Y en su ruego ni siquiera usa un condicional, “Si eres el Señor, el Hijo de Dios…” Y este eslabón es el último paralelo de nuestra historia: en contraste con Pedro, hombre “de poca fe”, tiene tanta confianza que Jesús la alaba por su “gran fe”.
Esto nos lleva otra vez al contexto litúrgico de este domingo. Junto con su fe en Yahvé, el único Dios verdadero, Israel tenía otro pilar que sostenía toda su estructura religiosa: ellos eran el pueblo elegido, quienes, a pesar de su pequeñez, han sido llamados a recibir la Ley y ser un signo de salvación para el resto de las naciones. Con el tiempo, esa postura radical se suavizaría, llegando a admitir la posibilidad de que los demás pueblos tuvieran acceso a la salvación (como muestra, el texto de Isaías que hoy leemos).En ese sentido, la historia de la mujer cananea es un ejemplo de algo que dividiría a la primera comunidad cristiana: la posibilidad de aceptar miembros del mundo gentil, descubriendo que el mensaje salvífico de Jesús se ofrecía también a toda la humanidad. Recordemos todos los problemas que tuvo Pablo en su misión a los gentiles.
[h2] Meditatio:
Deberíamos tener presente un último detalle antes de nuestra Meditatio: Israel era consciente de ser el pueblo escogido, y debemos admitir que este mismo sentimiento lo compartió la comunidad cristiana, factor que provocaría más tarde parecidas actitudes de discriminación hacia los no-cristianos. Trata de leer entre líneas el texto de Romanos de hoy. Como de costumbre, algunas preguntas. ¿Quiénes son hoy nuestros “cananeos”, “samaritanos”…? ¿Qué tipo de discriminación consideramos tolerable en la confesión a la que pertenecemos? Desde una perspectiva católico-romana, ¿en qué medida hemos aceptado las orientaciones del Decreto de Ecumenismo? ¿Qué sentimientos mantenemos respecto a “herejes y cismáticos”? La misma pregunta, seamos honrados, se la podrían plantear los miembros de otras tradiciones cristianas. Pero además de esta cuestión estrictamente religiosa, ¿en qué otros ámbitos podríamos encontrar discriminación en nuestras iglesias colectivamente, o en nosotros como individuos? ¿Tenemos algún tipo de prejuicio respecto a quienes consideramos liberales, conservadores, tradicionalistas o más-o-menos ortodoxos? ¿Qué decir de los factores sociales, culturales o raciales? ¿O de los miembros moralmente “irregulares” de nuestras comunidades, tales como los divorciados y vueltos a casar, o quienes tienen otra orientación sexual? Sabemos distinguir muy bien lo blanco y lo negro, pero ¿estamos seguros de haber aceptado el ministerio de misericordia universal que Jesús confió a su Iglesia? ¿Cómo lo llevamos a la práctica?
[h3] Oratio:
Una oración muy sencilla: recemos por todos los que, como la cananea, claman pidiendo ayuda y compasión, pero se ven solos para soportar sus propias cargas de discriminación, culpa, aislamiento y dolor: para que encuentren en los cristianos la mano amiga que necesitan y descubran a Jesús como Salvador misericordioso de toda la humanidad sufriente.
[h4] Contemplatio:
Vuelve a leer Mateo 11:28-30, las palabras alentadoras de Jesús para todos cuantos sufren bajo cualquier carga, y mira de qué manera podrías convertirte en signo de su misericordia.
Reflexiones escritas por el Rvdo. D. Mariano Perrón,
Sacerdote católico,
Arquidiócesis de Madrid, España