Lucas 23, 35-43
En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: «A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido.» Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: «Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo.» Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: «Éste es el rey de los judíos.» Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.» Pero el otro lo increpaba: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibirnos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada.» Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino.» Jesús le respondió: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso.»
Otras lecturas: 2 Samuel 5:1-3; Salmo 122:5-6, 7-8, 9; Colosenses 1:12-20
JESÚS, REY DEL UNIVERSO
-Último domingo del tiempo ordinario y del Año Litúrgico –
Lectio:
Por fin hemos llegado al final (aparente) de nuestra historia. El Mesías, el heredero de David, esperado y deseado, el Rey de Israel, ha sido entronizado (¡en una cruz!). Como en el caso de los demás reyes, comienza su reinado con un regalo para su pueblo. ¿Y hay acaso mejor regalo que un gesto de buena voluntad y misericordia para los necesitados que viven en la miseria? “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). A partir de este momento, la historia se desarrolla con toda fluidez, como si se hubiera escrito el guión para filmarlo plano a plano.
La sucesión de las imágenes es, en cierto modo, un resumen de los motivos que ha usado Lucas en su evangelio. Tal como veíamos al comienzo de la vida de Jesús, sólo los humildes, los olvidados, los que para nada cuentan, son capaces de entender la importancia de los hechos de la historia de la salvación. Recordemos una vez más a los pastores de Belén, a Simeón y Ana en el Templo, al leproso samaritano, o los pecadores “oficiales” como la mujer que le ungió los pies a Jesús o Zaqueo el recaudador, o la mujer que sufría flujos de sangre… todos ellos eran personajes secundarios y en cierto sentido “marginados”. Pero fueron los únicos capaces de reconocer quién era y qué significaba Jesús. En torno a la cruz, la muchedumbre observaba sin entender; las autoridades miraban con desprecio y se mofaban de Jesús; también los soldados se burlaban de él, e incluso uno de los dos malhechores crucificados con él le insultaba. De todos estos personajes, sólo el otro criminal es capaz de “ver”, reconocer a Jesús y llamarle por su nombre… y recibir la promesa de su compañía.
Todo esto podría considerarse como el enfoque humano frente a la realeza de Jesús, la manera en que podemos acercarnos a él y adoptar la actitud adecuada para reconocerle y aceptarle como nuestro Salvador y Rey. Hay, además, otra dimensión: el contraste entre la idea que podemos tener de Dios y la manera en que llevó a cabo nuestra salvación. En todos nosotros hay un profundo sustrato de mentalidad pagana: inconscientemente pensamos en un dios procedente del “espacio exterior”, que se “disfraza” como si fuera un hombre, pero que en realidad es ajeno a nuestra naturaleza humana. Esa es la conclusión que podríamos sacar del himno de Pablo en Colosenses si limitáramos nuestra lectura a 1:12-19. Pero en el verso 20 tenemos un elemento totalmente inesperado. La naturaleza divina y gloriosa de Cristo, por el que se realizó nuestra salvación, tiene una dimensión totalmente insospechada: “Dios hizo la paz mediante la sangre que Cristo derramó en la cruz”. Todos nuestros esquemas mentales se ven sacudidos por un Dios que asume y comparte de verdad nuestra condición humana sin excluir ninguna de sus limitaciones y miserias. Debemos recordar ahora otro himno paulino, el de Filipenses 2:6-11, según el cual la aceptación por parte de Cristo de su misión como Salvador implicaba también asumir el nivel más bajo de la naturaleza y el destino humanos: el de esclavo, criminal y falso Mesías.
Así, Cristo como “imago Dei” implica también su condición de “imago hominis”. Non podemos decir “¡Hemos visto al Señor!”, el Cristo Resucitado (Juan 20:24), sin aceptar también “¡Ahí tienen a este hombre!”, el profeta de Galilea abandonado, torturado y ejecutado (Juan 19:5). Al cabo, nuestros esquemas se ven zarandeados y muy poco es lo que queda de lo que nos había hecho creer nuestro razonamiento humano. ¿Podría ser de otro modo? “A pesar de ser Hijo, sufriendo aprendió lo que es la obediencia…y llegó a ser fuente de salvación eterna para todos los que le obedecen” (Hebreos 5:8-9).
Meditatio:
Resulta sumamente difícil entender y adaptar la idea de Cristo como “rey” en la sociedad del siglo XX. Pocas son las monarquías reinantes, y su manera de gobernar (si es que gobiernan) en Occidente tiene muy poco que ver con el viejo sistema de antaño o el de los reinos que subsisten hoy día en Oriente o en algunos países de África. En el antiguo Israel, a pesar de la aceptación de la institución política, el único rey verdadero era Yahveh. Él era el modelo de los reyes del mundo, ya que era misericordioso y administraba la justicia con equidad; cuidaba de los pobres, las viudas y los huérfanos, y defendía a su pueblo frente a sus enemigos… Eso es lo que exigía y esperaba el pueblo de un verdadero rey. La realidad, con todo, era bien distinta: “Entre los paganos, los jefes gobiernan con tiranía a sus súbditos” (Mateo 20:25), y eso, obviamente, no siempre significaba justicia o misericordia. En el Reino de Dios, las normas son diferentes: “Pero entres ustedes no debe ser así… el que entre ustedes quiera ser el primero, deberá ser su esclavo” (vv. 26-28). Esta es la clave para entender las palabras de Jesús cuando dice que su reino no es de este mundo y que ha venido a servir y no a ser servido. Su muerte es precisamente la manera en que puso en práctica su doctrina. No añado más citas, ya que pueden encontrar un buen número de ellas por sí solso. Sobre estos cimientos, tan sólo una pregunta para nuestra Meditatio: ¿Es esta nuestra manera de entender el Reino de Dios, nuestra manera de concebir el poder, de responder a la llamada de Cristo, la manera de actuar entre nosotros, en el seno de nuestra Iglesia particular?
Oratio:
Oremos por nosotros mismos: para que seamos capaces de entender que seguir a Cristo significa aceptarle como Rey y Señor y que en su reino “servir es reinar”.
Recemos por quienes sufren bajo los “poderes de este mundo”, los que padecen explotación, abusos, opresión o humillación, cuantos viven sometidos a cualquier tipo de esclavitud: para que Jesús, que sufrió bajo esos mismos poderes, les conceda la libertad y la dignidad de los hijos de Dios.
Termina el año litúrgico: demos gracias por todos los dones que nos ha otorgado el Señor, especialmente el hecho de estar unidos a él mediante la meditación de sus palabras y el espíritu de oración que ha derramado en nosotros.
Contemplatio:
Lee y compara las dos versiones de la “constitución” del Reino de Dios, las Bienaventuranzas (Mateo 5:1-12 y Lucas 6:17-22). Luego, trata de ver en qué medida puedes experimentar el Reino en tu espíritu de pobreza, en tu aceptación del sufrimiento, en tu esfuerzo por construir un mundo conforme a los planes de justicia y paz que Dios nos propone…
Sé que este último domingo de nuestro ciclo es mucho más largo de lo acostumbrado. Con todo, permítanme una nota personal. Quiero darles las gracias a todos ustedes con quienes he recorrido el camino de estos tres años compartiendo mis meditaciones, contemplaciones y oraciones. Aunque no podamos vernos, formamos una comunidad unida en el mismo esfuerzo por seguir a Jesús. En la American Bible Society me han concedido el regalo de encomendarme de nuevo las reflexiones para el “ciclo A”. Si Dios quiere, seguiré con ustedes un año más. Recen para que ese mismo espíritu de oración permanezca en nosotros durante las semanas que vienen y nos haga crecer en fidelidad al Señor.
Reflexiones escritas por el Rvdo. D. Mariano Perrón,
Sacerdote católico,
Arquidiócesis de Madrid, España