Recordando los cantos y la música de un órgano en una misa a la que asistía con mi familia en una parroquia que frecuentaba cuando era niño. Reconocí una voz, era un canto que escuchaba cuando era pequeño. Al acercarme a comulgar, iba torpemente cantando y miré hacia el organista. Él me vio cantar y me sonrió, porque era de los pocos que cantaba. Devolviéndole la sonrisa, me di cuenta de era el mismo organista que conocí de niño en aquella parroquia, seguí cantando. Al terminar la misa me dirigí a él, le saludé y le felicité por llevar cuarenta años en aquella parroquia ofreciendo su voz y su música. Se acercó mi sobrina. Se la presenté sin poder ocultar la emoción que sentía al haber reconocido su voz después de cuarenta años. Gracias, Señor mío, por disfrutar de esta sencilla imagen que hoy tanto me recuerda a mi propia infancia. Gracias también por el tesón de este buen hombre que allí seguía después de cuarenta años.