¿Rechazados por la iglesia? ¿No aceptados ni siquiera por nosotros mismos? ¿Excluidos por nuestros amigos o nuestra sociedad? ¿Presos de un Dios que nos castiga? ¿Sintiéndonos culpables y sufrir simplemente de ser quienes somos? Felices vosotros, los que en lugar de vivir falsamente el desamor de Dios dejando de percibir su verdadera esencia, fuisteis los refugiados en Cristo: «Protégeme, Dios mío, me refugio en ti».
Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti; yo digo al Señor: «Tú eres mi bien». Los dioses y señores de la tierra no me satisfacen.
Multiplican las estatuas de dioses extraños; no derramaré sus libaciones con mis manos, ni tomaré sus nombres en mis labios.
El Señor es el lote de mi heredad y mi copa; mi suerte está en tu mano: me ha tocado un lote hermoso, me encanta mi heredad.
Bendeciré al Señor, que me aconseja, hasta de noche me instruye internamente. Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré.
Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa serena. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha.