Es fantástico contemplar la Creación desde la paz que te ofrece el relajo del periodo estival. El sol nos toca la piel y es capaz de sacar al exterior nuestra belleza interior, esa en la que nadie se fija normalmente, pero que el buen humor y la paz de espíritu hacen florecer para invadirnos lo visible. El sol, fantástica estrella quasi infinita que reside en la galaxia para sostener esta vida nuestra, y que acude a diario para darnos los buenos días, y al anochecer las buenas noches reflejándose en la luna.
Y es que en nuestra Vía Láctea no existen tantos soles como estrellas pudiéramos alcanzar a ver, sino que son muchos más los soles que sostienen nuestro sistema tirando unos de otros desde el mismísimo bulbo o núcleo galáctico, de manera ordenada y tan acompasada en sus formas y en el tiempo que somos incapaces de percibirlo. Eso sí, cada sol y cada estrella es diferente: como los seres humanos, diferentes unos a otros.
El ser humano como otra obra más de la Creación, es otra estrella más (su preferida) a los ojos de Dios, que brilla para alimentar de vida a otros seres simplemente por el hecho de respirar. Dios tira de nosotros como lo hacen entre sí los soles en nuestra galaxia, callado en silencio y pasando tan desapercibido como pasan para nosotros las 400 mil millones de estrellas con las que compartimos hogar en el espacio. Susurrando, un ente sujeta a otro desde el bulbo galáctico hasta la punta máxima de la espiral que forma nuestra galaxia; en silencio Dios nos sujeta a sus hijos desde el uno hasta el otro confín de la Tierra. Podemos vivir sin saber que existen 400 mil millones de estrellas en nuestro hogar galáctico, igual que otros muchos viven sin saber que es Dios quien les sostiene: no darse cuenta de esto, es como pensar que sólo existen las estrellas que alcanzamos a ver desde nuestra posición.
Existen estrellas que brillan magníficas en su órbita, y otras que lo hacen turbadas simplemente por su ubicación en el espacio, pero todas además de ser perfectas, son fundamentales para que todo funcione; así es como sucede con el ser humano. Poco importa cual sea la percepción que tengan unos sobre otros, o cual sea el prisma con el que se mire, el ser humano en su complejidad es de una belleza tan sublime que siempre brilla sobre la Tierra.
Pararse a contemplar la belleza del ser humano –con su idiosincrasia particular incluida- es uno de los retos más grandes que tenemos las personas, fundamentalmente porque nunca lo hacemos. Este periodo estival y de verano es perfecto para hacerlo, para pararnos a contemplar esa belleza del otro que sin darse ni cuenta ha salido a cubrir su cuerpo. Pararse a mirar atentos cada rasgo marcado, cada palabra dicha, cada paso al caminar, la suavidad o aspereza de una mano estrechada. Como sonreímos cuando nadie nos mira, como marcamos aún más nuestras formas cuando salimos a buscar el amor, como es la respiración al dormir o las formas de su mentón.
Merece la pena disfrutar de lo creado, pues solo de Dios puede venir una perfección tan perfecta como la que nos ha regalado a los seres humanos, con nuestras perturbaciones incluidas… ¡magníficas estrellas en la Tierra!
Amar a los demás sería mucho más fácil si nos diéramos cuenta de que este conjunto de seres humanos que formamos esta orquesta musical de la vida, nos sujetamos unos a otros en la Tierra, al igual que lo hacen entre sí las estrellas en el cielo.
Javier M