Competencias espirituales para acompañar a sanar

Si nos ponemos al lado de otra persona para acompañar y apoyar su camino, consideremos la importancia de su dimensión espiritual más allá de su estricta experiencia religiosa. La inteligencia o competencia espiritual tiene que ver con hacerse preguntas profundas de compromiso con la propia realidad, con la búsqueda de sentido en la vida y de respuestas que se traducen en acciones concretas. Personas que trabajan por conocerse a sí mismas, que identifican lo que hondamente tiene valor en sus vidas porque tienen necesidad de encontrar sentido. Personas que intentan escribir y contemplar su vida como un relato unificado y unificador, que necesitan sentirse parte de algo más allá de sí mismas. Gente que acude a la filosofía o las religiones para hacerse preguntas e intentar encontrar respuestas, que se admiran y comprometen ante la naturaleza, que contemplan en silencio lo que les rodea con los ojos del corazón.

Descubriendo nuestra propia vulnerabilidad

Cuando entramos en la realidad de la persona que acompañamos, recibimos el eco de nuestra propia vulnerabilidad, porque entrar en el mundo ajeno nos abre las puertas de nuestro propio mundo. Cuando unimos la experiencia del otro a la nuestra, interpretamos y comprendemos nuestra propia realidad, nos descubrimos sanadores heridos. Involucrar nuestro ser en el acto de acompañar, empatizando con la herida ajena, activa nuestras propias heridas. Integramos nuestra propia sombra y eso nos sana. Aceptar y reconocer nuestra propia fragilidad se convierte en la herramienta resiliente para ayudar a sanar a otros.

Aprendiendo a estar

¿Estamos donde queremos estar? Dios se comunica en el aquí y ahora para darnos el pan de cada día. No el de mañana, sino el de hoy. Todas las tareas tienen su tiempo y su sazón. Hay tiempos para esperar y otros para avanzar y darlo todo. Dios nos invita a encontrar nuestro momento para introducir cambios y entretanto saber esperar y tener paciencia. La vida es como un libro con capítulos. Hay que saber cerrar un capítulo y dar la bienvenida a otro nuevo. Hay que hacer espacio. Muchas veces, cuando no acertamos a gestionar nuestro tiempo, no sabemos estar, porque no paramos de pensar en otras cosas que podríamos estar haciendo. Dios no se rige por un protocolo de tiempos. Por eso hay que estar preparado, porque no sabemos en qué momento vendrá a nuestro encuentro.

Amor: alegría de tu existencia

Contemplando la alegría de mis padres con el simple hecho de verme, su deseo de estar conmigo, compartir. Ayer me decían que el amor a alguien es la alegría plena de que exista. Hoy percibo la alegría plena de mis padres por mi existencia, por mi presencia. Gracias por ello. Es un tesoro inmenso.

Estar más que hacer

Haznos conocer la brevedad de nuestra vida para alcanzar sabiduría de corazón.

Contemplando una conversación con mi padre un sábado por la tarde. Estaba yo solo en un saloncito de casa mandando un mensaje a través del móvil. Él llegó y se sentó a mi lado. No sé cómo empezó la cosa, pero comenzó a contarme cosas de sus últimos años de trabajo. Lo hacía con gran entusiasmo. Aunque todo lo que me contó ya se lo había escuchado, no le corté. Valió la pena volvérselo a escuchar. Se actualizó. Simplemente tenía ganas de estar conmigo compartiendo unas vivencias para él significativas. Intuyo que con mis padres ha llegado un tiempo de aprender a estar más que hacer.

Escuchar el silencio

El mensaje más importante en una conversación se transmite a través del silencio. Palabras acompañadas de tonos, gestos, miradas y lenguaje no verbal. Se trata de escuchar lo que no se oye: el bullir de la vida que irradia el sol, el quejido de las hojas al ser pisadas, el latido de la savia que asciende por un tallo, el temblor de los pétalos al abrirse acariciados por la luz. Cuando hablemos, procuremos que nuestro silencio sea mejor que nuestras palabras. Cuando baste una palabra, evitemos un discurso. Cuando baste un gesto, evitemos las palabras. Cuando baste una mirada, evitemos el gesto. Cuando baste un silencio, evitemos incluso la mirada.

Gestos que valen más que mil palabras

El domingo pasado cuando fui a misa, un sacerdote joven que estaba celebrando se dirigió a la gente tras la comunión de la misa. Invitó a aquellos que no habían ido a comulgar y que quisieran recibir la bendición se acercaran. Se acercó una chica joven, luego una señora mayor, un niño pequeño, un señor, una madre. Les imponía las manos a cada uno dándoles la bendición. De fondo el coro cantaba como solía hacer en ese momento de la misa: «Recíbeme, con todo lo que tú pusiste en mí, con todas esas ganas de vivir. Con toda mi miseria». No puedo negar que me impactó. Me vinieron a la cabeza algunos nombres. Un gesto de acogida que vale más que mil palabras.

Aprendiendo a escuchar

Aprender a escuchar supone regular nuestro grado de implicación emocional con la situación ajena, porque la escucha tiene un precio personal, supone la fatiga por compasión, entrar en el mundo de la vulnerabilidad, desaprender las tendencias espontáneas de anestesia o de deseo rápido de aliviar el malestar. El arte de la escucha lo encarnamos cada uno, tenemos nuestro color personal para acoger sin palabras a la persona, mostrando verdadero interés.

Sobre la escucha

Escuchar es de sabios, de personas que han madurado en la humildad, de los que identifican que tienen algo que aprender de los demás. Escuchar es adentrarse en realidades que no son gratas de contemplar y para las que no tenemos solución. Nos da miedo escuchar porque nos tocarnos de frente con nuestra limitación y vulnerabilidad. Escuchar es simplemente estar en silencio sin pensar en lo que vamos a decir, activar el rádar emocional para detectar los sentimientos y el significado de las palabras y la conducta no verbal de quien se relaciona con nosotros. Escuchar es el primer deber del que quiere amar.

Sobre la compasión

Compasión es sentir que se nos estremecen las entrañas al entrar en contacto con la realidad de sufrimiento de quien tenemos cerca, porque nos hemos hecho próximos (prójimos). Ese contacto genera un impulso que nos estremece, conmueve nuestras entrañas y nos mueve a actuar. La compasión es un acto de la voluntad que nos llama a acompañar a los demás.

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