27 de Octubre de 2013 (San Odrano, Abad)
Trigésimo domingo del Tiempo Ordinario
DIOS HA PUESTO SUS OJOS EN MÍ, SU HUMILDE ESCLAVA
Lucas 18, 9-14
«El publicano bajó a su casa justificado, y el fariseo no»
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:»¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.»El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo:»¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador. «Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»
Otras lecturas: Sabiduría 35:12-14, 16-18; Salmo 34:2-3, 17-18, 19, 23; 2 Timoteo 4:6-8, 16-18
Lectio:
Volvemos a encontrar este domingo el tema de la oración. Pero no es precisamente de la oración de lo que Jesús quiere hablar a sus discípulos (o más bien, al grupo de oyentes seguros de sí mismos y llenos de orgullo religioso). Lo cierto es que la oración no es más que una excusa para mostrar dos maneras distintas de acercarse a Dios y relacionarse con él. Desde el comienzo mismo de su ministerio, Jesús ha proclamado el Reino de Dios como un don para los pobres, los abandonados, los miembros más olvidados de Israel. Incluyendo, claro está, a quienes eran considerados los “pecadores oficiales” de aquella sociedad. Cuando define su papel como el Enviado de Dios a su pueblo, Jesús se compara con un médico que ha venido a curar a los enfermos y a liberar a cuantos se veían oprimidos por el mal, la injusticia ajena o sus propios pecados (Lucas 4:17-21;5:31-32;7:21-23). Mateo (11:28-30) va todavía más lejos y desvela una dimensión más honda de la misión de Jesús: consolar a quienes han perdido hasta la última migaja de esperanza en sus vidas: “Vengan a mí todos ustedes que están cansados de sus trabajos y cargas, y yo los haré descansar…” Y, sin duda, una de las cargas más pesadas que han de soportar los humanos es la de sus propios pecados.
En este contexto es donde debemos leer el pasaje del evangelio de hoy. En buen número de ocasiones hemos oído cómo criticaba Jesús a los maestros de la Ley y a los fariseos por su falta de coherencia entre lo que proclamaban y lo que vivían. “Hipócritas”, “sepulcros blanqueados”, “guías ciegos”, “serpientes”, “raza de víboras”… son algunos de los términos usados por Jesús para describirlos (Mateo 15:1-9; 23:1-22; Marcos 7:1-13; 12:37-40; Lucas 11:37-54).
No es este el caso del fariseo mencionado en el evangelio de hoy. La verdad es que, al menos según sus propias palabras, es un judío fiel, observante de la Ley, cuyo género de vida es totalmente coherente con sus creencias y sus principios morales. Nadie puede reprocharle acciones ilícitas o transgresiones de la Alianza. Va incluso “más allá” de sus exigencias y reglas más estrictas. Por eso, tiene razones más que de sobra para sentirse orgulloso de su conducta. Hasta cierto punto, podría ufanarse ante Dios: cinco veces usa los verbos en primera persona del singular. Y por eso, no pide nada en su oración. A lo sumo, la suya es una oración de acción de gracias por ser tan piadoso y observante. Por el contario, Dios debería “sentirse agradecido” por tener fieles de tal categoría en Israel.
No sucede lo mismo con el recaudador de impuestos, cargado sin duda con su “pecado oficial” (colaboracionismo con el opresor romano, extorsión…) y, además, con su propios fallos personales. Su actitud, desde el hecho de quedarse al final del templo y tener clavados los ojos en el suelo, hasta su oración pidiendo misericordia, nos muestra abiertamente que necesita por todos los medios ser justificado: en su vida no hay ni un ápice de “justicia” o virtud que pueda presentar como algo positivo en favor suyo. Por eso vuelve a casa justificado por la misericordia de Dios, mientras que el fariseo regresa tal como llegó. Al cabo, se cumple lo que había anunciado María en el “Magníficat”: “puso en alto a los humildes”, “llenó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías” (Lucas 1:46-55).
Meditatio:
Tras contemplar a los dos personajes del texto de Lucas, admitamos que nuestra respuesta al evangelio puede ser peligrosamente ambigua. Podemos identificarnos fácilmente, al menos en parte, con el fariseo, aun cuando aceptemos ciertas “limitaciones” en nuestra vida cristiana. Pero lo cierto es que frecuentamos la iglesia, rezamos, contribuimos a las necesidades de nuestra comunidad, realizamos alguna labor de voluntariado, incluso pertenecemos a un grupo de Lectio Divina, donde oramos y tratamos de profundizar en nuestra fe… Por otra parte, no somos tan vanamente orgullosos como él: sabemos que, también hasta cierto punto, compartimos los sentimientos de culpa del recaudador. Claro que tampoco hasta el extremo de quedarnos en un rincón de nuestra iglesia: a veces aceptamos alguna tarea en la liturgia, hablamos y compartimos nuestros sentimientos religiosos en las reuniones… Podemos decir, pues, que compartimos rasgos de los dos “tipos”. Si al menos fuéramos un poco más objetivos. Por lo menos, hasta atrevernos a mirar en nuestro propio interior y reconocer que, en el fondo, tratamos más o menos conscientemente de identificarnos con el “lado bueno” de los dos personajes y, de ese modo, alcanzar nuestra propia justificación. Francamente, ¿aceptamos que necesitamos del perdón? ¿Admitimos que en algunos casos no estamos pidiendo perdón por nuestras culpas reales, las más hondas, sino por nuestros fallos y errores más superficiales y “periféricos”? Desde sus propias posturas, los dos personajes eran sinceros y veraces. ¿Podemos decir lo mismo de nosotros? Tal vez, la única respuesta válida sea un silencio profundo y humilde en la presencia del Señor.
Oratio:
Ante todo, recemos por nosotros mismos: por cuanto de fariseo y recaudador hay en nuestro interior, por nuestras hipocresías y por nuestra suficiencia, por nuestros pecados reales y por los que nos inventamos: para que sepamos presentarnos ande Dios tal como somos y aceptemos su perdón.
Pidamos por los marginados de nuestra sociedad, por los oficialmente pecadores, impuros, despreciados y marginados: para que encuentren acogida y el anuncio gozoso de la justificación que sólo Cristo nos pude ofrecer.
Contemplatio:
Vuelve a recitar los dos himnos en que Lucas narra la incomparable misericordia de Dios para con su pueblo, para con nosotros necesitados de perdón y justificación: el “Magníficat” (1:46-55) y el “Benedictus” (1:67-79).
Reflexiones escritas por el Rvdo. D. Mariano Perrón, Sacerdote católico,
Arquidiócesis de Madrid, España
Primera Lectura: Eclesiástico 35, 12-14. 16-18
«Los gritos del pobre atraviesan las nubes»
El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; sus penas consiguen su favor, y su grito alcanza las nubes; los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan; no ceja hasta que Dios le atiende, y el juez justo le hace justicia.
Salmo Responsorial: 33
«Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha.»
Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca; mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. R.El Señor se enfrenta con los malhechores, para borrar de la tierra su memoria. Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias. R.El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos. El Señor redime a sus siervos, no será castigado quien se acoge a él. R.
Segunda Lectura: II Timoteo 4, 6-8. 16-18
«Ahora me aguarda la corona merecida»
Querido hermano:Yo estoy a punto de ser sacrificado, y el momento de mi partida es inminente.He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe.Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida.La primera vez que me defendí, todos me abandonaron, y nadie measistió. Que Dios los perdone.Pero el Señor me ayudó y me dio fuerzas para anunciar íntegro el mensaje, de modo que lo oyeran todos los gentiles. Él me libró de la boca del león.El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará y me llevará a su reino del cielo.A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Evangelio: Lucas 18, 9-14
«El publicano bajó a su casa justificado, y el fariseo no»
En aquel tiempo, a algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás, dijo Jesús esta parábola: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, un publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:»¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo.»El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo:»¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador. «Os digo que éste bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.»
Liturgia de las Horas: 2da. Semana del Salterio