26º Domingo TO. “Vosotros no os arrepentisteis ni creísteis”

Evangelio según san Mateo (21, 28-32) En aquel tiempo dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: “Hijo, ve hoy a trabajar en la viña”. Él le contestó: “No quiero”. Pero después se arrepintió y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: “Voy, señor”. Pero no fue. ¿Quién de los dos cumplió la voluntad de su padre?». Contestaron: «El primero». Jesús les dijo: «En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no os arrepentisteis ni le creísteis».

Jesús, enseñando en el templo de Jerusalén, está dirigiéndose a los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo. La parábola de los dos hijos sólo aparece en Mateo. Como tantas veces, Jesús pone delante dos actitudes; hoy son fáciles de detectar. Por un lado la actitud del que quiere quedar bien, pero después no está dispuesto a llevar a cabo lo que ha prometido; por otro lado, la del que dice al principio «no quiero», pero después responderá que sí. Los detalles nos enseñan: Es un hombre el que pide a sus hijos que trabajen en su viña (no es un amo, como en la parábola del domingo pasado, sino un padre, para dar un énfasis de familiaridad) y se lo pide llamándoles cariñosamente («hijo») y «acercándose» a ellos. Dios es así también para nosotros. Su llamada (nuestra vocación de creyentes) no es una carga, sino un ruego lleno de afecto de un Padre que, antes, se acerca a nosotros y se muestra cotidiano, familiar. Ninguno de los hijos es perfecto; Jesús sabe que nuestra vida está llena de claroscuros, de momentos en los que nuestro ánimo no responde a nuestras fuerzas, o situaciones en las que no coinciden nuestras palabras con nuestras obras. Así somos nosotros, y así son los dos hermanos de la parábola, pero hay una gran diferencia: hay uno que es capaz de recapacitar, de arrepentirse y cambiar. Lo importante no es «hablar» sino hacer.

Jesús, al final, aplica la parábola ante los líderes del pueblo que le escuchaban: Los sacerdotes del templo alaban a Dios sin descanso; sus bocas recitan salmos; pero Jesús dice que honran a Dios con los labios y no con el corazón (cf Mt 15, 8) y que no se convirtieron con la predicación de Juan ni siguieron el camino de la justicia. Por el contrario, las prostitutas y los recaudadores de impuestos van por delante de ellos en el camino hacia Dios. El evangelio ha escogido dos situaciones sociales denigradas y denigrantes (recaudadores de impuestos y prostitutas, en alusión a Zaqueo, Leví, la mujer adúltera y la pecadora que en casa de Simón se arroja a los pies de Jesús), porque se quiere poner de manifiesto que el reino de Dios acontece en el ámbito de la misericordia, y el acento, pues, se pone sobre el arrepentimiento; por eso los pecadores que son capaces de volver, de convertirse, pueden preceder a los fariseos.

Quizá a nosotros, que vivimos tiempos muy distintos, también nos incomoda que Dios quiera remover nuestras conciencias, quiera despertarnos, exigirnos una vida más auténtica. Quizá, ante ese desafío, nuestra respuesta más fácil sea decirle «sí, Padre, lo que tú quieras», y quedarnos tranquilamente en el sillón. Sin embargo la verdadera voluntad del Padre la hacen aquellos que transforman en hechos el evangelio y aquellos que como hijos se abren con confianza a su perdón.


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