Otras lecturas: Isaías 25:6-9; Salmo 27:1, 4, 7-8, 9; Romanos 8:28-39 (Día de los Fieles Difuntos); Apocalipsis 7:2-4, 9-14; Salmo 24:1-2, 3-4, 5-6; 1 Juan 3:1-3; Mateo 5:1-12 (Fiesta de Todos los Santos).
Lectio:
El hecho de que ambas fiestas coincidan en un fin de semana, cuando disponemos de más tiempo libre (y más ocupados estamos) me hizo pensar en la posibilidad de unir las lecturas y las ideas de las dos celebraciones en una misma Lectio. De hecho, en España y en otros países católicos hispanos, la gente suele hablar del “Día de los Santos”, refiriéndose la mayor parte de las veces al Día de Difuntos. Esa expresión popular revela, al cabo, la profunda unidad que existe en esa doble celebración. En cuanto a los textos como tales, los de Todos los Santos vienen impuestos por el leccionario, pero los de los Fieles Difuntos los escoge el celebrante o la comunidad litúrgica.
La combinación de lecturas pretende comunicar un mensaje que pueda aunar la doble dimensión de las dos fiestas en una sola Lectio. Lo cierto es que estamos ante una sola realidad: la de los cristianos que están “del otro lado” de la existencia humana. El grupo de los “santos” es el de las personas que, según las tradiciones de antaño o las declaraciones solemnes de hoy día, creemos que ya están en la presencia de Dios contemplando su gloria. El grupo de los “difuntos” es el de quienes ya han dejado este mundo y a los que encomendamos a la misericordia de Dios, con la esperanza de que también ellos participen en la resurrección de Cristo. En cualquier caso, ambos grupos ya han compartido la fe cristiana y el seguimiento de Jesús mediante el mandamiento del amor.
Los textos evangélicos se complementan, reuniendo el llamamiento radical que pronuncia Jesús en el Sermón de la Montaña y la esperanza sobre la que construimos nuestra confianza en él. Para los creyentes, la vida puede ser arriesgada. Como Jesús, pueden estar bajo la amenaza de la persecución; o sometidos a situaciones y pruebas tan arduas como asumir libremente la pobreza asumida, defender la justicia o compartir la suerte de los más humildes… Pero, pase lo que pase, la certeza de que el “el Reino de los cielos es suyo”, de que la promesa de Dios es la garantía de la felicidad, siempre los sostendrá en cualquier momento de aflicción. No hay nada que temer, porque “Dios es su luz y su salvación” (Salmo 27). Tampoco hay nada que temer respecto al momento de nuestra partida, o la de aquellos a quienes amamos y ya nos han dejado. Jesús ha vuelto al Padre antes que nosotros para prepararnos el lugar donde estemos con él (Juan 14:1-13). Y recordemos que, lo mismo que el nuevo Templo no es un edificio, sino el cuerpo de Jesús, la casa o la morada que nos ha preparado tampoco es un lugar, sino la realidad de “permanecer en él”, lo mismo que él permanece en el Padre (Juan 15:1-10).
Podemos anticipar ese estado en nuestra vida común. Formar parte del cuerpo de Cristo (para ser más precisos, somos el cuerpo de Cristo) puede hacernos vivir ya la imagen usada por los profetas para anunciar y describir el llamamiento de Dios a todas las naciones a sentarse a la mesa y disfrutar de un banquete de comunión (Isaías 25:6-9) al compartir la cena eucarística. Caminar juntos siguiendo a Jesús y su mandamiento del amor también podría ser un adelanto de la muchedumbre del texto del Apocalipsis, pues tenemos la certeza de llevar el sello de nuestro bautismo como signo de que pertenecemos al Señor. En cualquier caso, quienes nos han precedido y a los que la Iglesia llama “santos” son una prenda de nuestro propio llamamiento a la santidad y a la salvación, y de la de quienes ya han dejado este mundo.
Meditatio:
Siempre hubo (y ahí sigue) una auténtica tentación de concebir la salvación, el sentido y el destino de nuestra vida, como si fuera una especie de negocio, una “inversión” en buenas obras. Como si fuéramos niños buenos, debemos ser obedientes a las órdenes y mandatos recibidos para que, al final, nos recompensen con un postre o un juguete. La vida eterna, la vida “en el Señor” es algo mucho más serio que todo eso. Deberíamos preguntarnos: ¿Cómo entendemos las Bienaventuranzas? ¿Como un llamamiento a buscar el sacrificio en cuanto tal, como si la pobreza y la persecución fuesen el objeto de nuestra vida cristiana? ¿O más bien, como poner toda nuestra confianza en el amor de Dios? Porque si esto último es nuestra manera de entender nuestra salvación, entonces podemos estar seguros de que ni “el sufrimiento, las dificultades, la persecución, el hambre… ni la muerte, ¡nada podrá separarnos del amor que Dios nos ha mostrado en Cristo Jesús nuestro Señor!” (todo nuestro texto de Romanos). Pero si pensamos que la salvación es un premio a nuestros méritos, estamos muy lejos de entender que es por la gracia como estamos salvados (Efesios 2:1-10). Creo que estas dos simples pistas son más que suficientes para nuestra Meditatio.
Oratio:
Reza por quienes hacen duelo y lloran con desesperanza la pérdida de sus seres queridos: para que comprendan que es por estamos salvados por la muerte de Jesús y encuentren consuelo en el Cristo resucitado.
Da gracias porque mediante el bautismo hemos sido llamados a participar en la resurrección de Jesús, y pide que sepamos dar testimonio de él y comunicar un mensaje de esperanza a los que sufren.
Contemplatio:
A veces pensamos que nuestra esperanza en la resurrección nos haría más insensibles al dolor y la pena de la pérdida. Incluso consideramos a Jesús como si fuera inmune a esos sentimientos. Creo que en el Evangelio de Juan (11:17-44) tenemos un hermoso ejemplo de las dos dimensiones implicadas en presencia de la muerte: el dolor y la angustia, junto con una profunda fe en la resurrección. Vuelve a leer el pasaje. Intentar dar una respuesta a los versículos 25-26 puede ser una manera de comprobar nuestra propia fe.
Reflexiones escritas por el Rvdo. D. Mariano Perrón, Sacerdote católico, Arquidiócesis de Madrid, España