V. Algunos métodos de oración

INTRODUCCIÓN
A la luz de todo lo anterior, diremos ahora unas breves palabras sobre los métodos
empleados principalmente para hacer oración.
En muchas ocasiones no será necesario método alguno. Pero puede ser útil
apoyarse en un procedimiento u otro de los que vamos a exponer.
Hagamos algunos comentarios preliminares. ¿En qué basarnos para elegir una
forma de oración en lugar de otra? Creo que es un terreno en el que somos
absolutamente libres. Cada uno debe optar sencilla mente por el método que le
convenga, con el que se sienta cómodo y le permita crecer en amor a Dios. Solamente debemos estar pendientes de permanecer siempre, cualquiera que sea el método empleado, en el «clima espiritual» que hemos tratado de describir en estas páginas, y el Espíritu Santo nos guiará y hará el resto. También hay que ser perseverantes: independientemente del método empleado, habrá siempre momentos de aridez, y no debemos abandonar una forma de oración al cabo de unos días porque no nos da inmediatamente los frutos deseados. Sin embargo, también hemos de sentimos libres y desprendidos, y cuando el Espíritu nos impulse a dejar un modo de oración que ha sido el nuestro —y que ha sido bueno y fecundo en un período de nuestra vida—, porque ha llegado el momento de pasar a otra cosa, no tenemos que continuar apegados a nuestras costumbres.
Añadamos, por último, que se pueden combinar varios métodos: en nuestra
oración puede haber una parte de meditación y unos momentos consagrados a la
«oración de Jesús», por ejemplo. Sin embargo, hemos de evitar el «mariposeo»: no es conveniente cambiar cada cinco minutos de actividad: la oración debe tender a cierta inmovilidad, a cierta estabilidad que le permita llegar a ser un auténtico intercambio de amor. Los movimientos del amor son actitudes estables porque comprometen a todo el ser en la acogida de Dios y en el don de uno mismo.
LA MEDITACIÓN
Como ya hemos tenido ocasión de decir, a partir del siglo XV la meditación figura
en la base de todos los métodos de oración presentados en Occidente[11].
Es una práctica muy antigua, evidentemente, pues tiene sus raíces en la
costumbre —constante en la Iglesia e incluso en la tradición judía que la precede— de la lectura espiritual e interiorizada de la Sagrada Escritura, que conduce a la oración, y que tiene uno de sus ejemplos más característicos en la «lectio divina» de los monasterios.
La meditación consiste, después de un tiempo de preparación más o menos largo y
más o menos estructurado (ponernos en la presencia de Dios, invocar al Espíritu Santo, etc.), en tomar un texto de la Escritura o un pasaje de autor espiritual y leerlo lentamente; a continuación, hacer algunas «consideraciones» sobre él (intentar comprender lo que Dios nos dice a través de esas palabras, ver cómo aplicar las a nuestra vida, etc.), consideraciones que deben iluminar nuestra inteligencia y alimentar nuestro amor de modo que de ellas broten afectos, propósitos, etc.
Esta lectura no tiene por objeto aumentar nuestros conocimientos intelectuales,
sino fortalecer nuestro amor a Dios; por tanto, debe hacerse lentamente, sin avidez. Nos detenemos en un punto en particular lo «rumiamos» mientras nos proporcione algún alimento para el alma, lo transforme en oración, en diálogo con Dios, en acción de gracias o de adoración. Luego, cuando hemos agotado ese punto determinado que es objeto de la meditación, pasamos al siguiente o continuamos leyendo el texto… Suele ser
aconsejable acabar con un repaso a todo lo meditado dando gracias a Dios, pidiéndole ayuda para ponerlo en práctica, etc. Los libros que proporcionan temas y métodos de meditación son numerosos: para tener una idea de lo que se podría aconsejar en este terreno, conviene leer la hermosa carta del P. Libermann (fundador de los Spiritains) a su sobrino —citada en el apéndice— y también los consejos de San Francisco de Sales en su Introducción a la Vida Devota.
La ventaja de la meditación es que nos da un método accesible para empezar, no
demasiado difícil de poner en práctica. Nos evita el riesgo de pereza espiritual, pues
llama a la actividad personal, a la reflexión, a la voluntad, etc.
La meditación también tiene sus riesgos, pues puede llegar a ser más un ejercicio
de la inteligencia que del corazón; y llegar, en ocasiones, a estar más atentos a la que hacemos sobre Dios que ¡al mismo Dios! O también a empeñamos sutilmente en el trabajo propio del espíritu por el placer que encontramos en él.
La meditación presenta además el inconveniente de que, a veces muy pronto y a
veces al cabo de cierto tiempo, ¡llega a ser sencillamente imposible! El alma ya no
consigue meditar, ni leer, ni hacer consideraciones, como las que hemos descrito.
Generalmente, esto es una buena señal[12]. En efecto, esta aridez indica con frecuencia que el Señor desea hacer entrar al alma en una forma de oración más pobre, aunque más pasiva y más profunda. Como ya hemos explicado, es un paso indispensable, pues la meditación nos une a Dios a través de conceptos, de imágenes, de sensaciones, pero Dios está por encima de todo ello, y en un momento dado, es preciso abandonarlos para encontrar a Dios en él mismo, más pobremente pero más esencialmente La enseñanza fundamental de san Juan de la Cruz sobre la meditación no consiste tanto en dar consejos para meditar bien, como en incitar al alma a saber abandonarla sin inquietud cuando llega el momento, y a considerar la incapacidad para meditar como una ganancia y no como una pérdida.
Para terminar, digamos que la meditación es buena, siempre que nos libre del
apego al mundo, del pecado, de la tibieza, y que nos acerque a Dios. Hay que saber
dejarla llegado el momento, momento que no nos corresponde decidir, por supuesto, pues es competencia de la Sabiduría divina. Añadiremos también que, incluso si no se practica la meditación como forma habitual de oración, a veces puede ser conveniente volver a ella, a la lectura y a las consideraciones, a una búsqueda más activa de Dios, si nos resulta útil para salir de cierta pereza o del relajamiento que puede sobrevenimos.
Por último, si no es —o ya no es— la base de nuestra oración, la meditación, en forma de lectio divina, debe ocupar un espacio en nuestra vida espiritual; es indispensable leer frecuentemente la Sagrada Escritura o libros espirituales para alimentar nuestra inteligencia y nuestro corazón con cosas de Dios, sabiendo interrumpir la de vez en cuando para «rezar» los puntos que nos afectan particularmente.
¿Qué pensar de la meditación como medio de oración hoy día? Por supuesto, no
hay razones para excluirla o desaconsejarla, siempre que sepamos evitar los escollos que hemos señalado y saquemos provecho de ella para adelantar. Sin embargo, es cierto que, a causa de la sensibilidad y del tipo de experiencia espiritual de hoy, muchas personas no se encuentran cómodas meditando y prefieren un modo de orar menos sistemático, pero más sencillo e inmediato.
(Tiempo para Dios, Jacque Phelippe)

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