Caño de una fuente de caminantes. Los que pasan se fijan en el agua, pero ¿y en el caño? Si fuera de oro seguro que me mirarían, pero ¡qué poco tiempo estaría en la fuente del camino! Iría a parar a un museo tal vez, o a un taller de fundición. Dejaría de ser útil, de recibir y dar agua. ¿Y si fuera de plata? A lo mejor duraría un poco más. Pero, acabaría quizás en una vitrina o transformado en algo más valioso.
Pero soy muy poca cosa, Señor, ¡un caño de hierro, latón, hojalata! ¡Qué más da, nadie se fija en mí! Pero, ¡qué me importa! Sé que fuente sin caño, dejaría de ser fuente.
Aquí estoy para recibir el agua limpia y fresca y simplemente ofrecerla al caminante, para apagar su sed, al cansado, para hacer un alto en el camino al sudoroso, para refrescarle.
No aspiro a más, pero tampoco a menos. Sé que sólo presto un servicio. Doy lo que recibo. Nada me quedo para mí. Soy para los otros.
¿Necesito ser perfecto? No, ¡qué más da! Sólo tengo que recibir, acoger a Dios y darlo a los demás. No importa que el caño tenga imperfecciones.
Por eso quiero: que la mirada de Dios pase a través de mis ojos, que la sonrisa de Dios pase a través de mi alegría y buen humor, que su misericordia pase por mis gestos de comprensión y perdón, que su bondad se transparente en mi ayuda al que la necesita y que mi amor se manifieste en mi gratitud, confianza y servicio