No hay madurez cristiana sino a través de experiencias fundantes. Momentos o etapas en las que el encuentro con el Dios vivo transformó el sentido de la vida. No fue dispuesto, vino dado. Posteriormente hubo crisis, dificultades que parecían insuperables. Bastó recordarlas y retomarlas de nuevo en un acto de fe. Así la certeza de Dios se hace fundamento absoluto, roca firme y se nota en esa paz misteriosamente intacta, que es más fuerte que nuestros vaivenes psicológicos.