Pureza de intención

Después de la fe y de la fidelidad —que es su ex presión concreta— hay otra
actitud interior funda mental para quien desea perseverar en la oración: la pureza de intención. Jesús nos dijo: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5, 8). Según el Evangelio, limpio de corazón no es el que está limpio de pecado, el que no tiene nada que reprocharse, sino el que tiene la intención sincera de olvidarse de sí mismo para agradar a Dios en todo lo que hace, de vivir para El y no para sí mismo. La oración no debe centrarse en uno mismo para encontrar un placer personal en ella, sino para complacer a Dios. Si no es así, la perseverancia en la oración es imposible. El que se busca a sí mismo, el que busca su propio contento, abandonará la oración en cuanto le resulte difícil, árida, cuando no obtenga la satisfacción y el gusto que espera de ella. 

El auténtico amor es puro en el sentido de que no busca su propio interés, sino que tiene como único fin el de hacer la felicidad del ser amado. Por tanto, no debemos hacer oración por el deleite o los beneficios que nos reporte — si esos beneficios son inmensos!—, sino principalmente por agradar a Dios, por que El nos lo pide. No para nuestro gozo, sino para el gozo de Dios.
Esta pureza de intención es exigente, pero también libera y apacigua. El que se
busca a sí mismo se desanimará muy pronto y se sentirá inquieto cuando la oración «no funcione»; el que ama a Dios con absoluta pureza no se inquieta; si la oración le resulta difícil y no obtiene ninguna satisfacción de ella, no hace un drama: ¡se consuela enseguida diciéndose que lo que cuenta es el hecho de dar su tiempo a Dios gratuitamente, de proporcionarle una alegría!
Se me podría replicar: es muy hermoso amar a Dios con tanta pureza, pero ¿quién
es capaz de ello? La pureza de intención que acabamos de describir es indispensable pero, bien entendido, no se adquiere de lleno desde el comienzo de la vida espiritual: sólo se nos pide que intentemos llegar a ella consciente mente, y que la pongamos en práctica lo mejor posible en los momentos de aridez. En realidad, todo el que inicia un camino espiritual, al mismo tiempo que busca a Dios, se busca en parte a sí mismo. Eso no es grave, siempre que no dejemos de aspirar a un amor a El cada vez más puro.
Hemos de decir todo esto para desenmascarar una trampa de la que el demonio,
el Acusador, se sirve para inquietamos y desilusionamos: pone en evidencia que nuestro amor por Dios es aún imperfecto y muy débil, que en nuestra vida espiritual hay todavía mucho de búsqueda de nosotros mismos, etc., hasta conseguir descorazonamos.
Sin embargo, cuando tengamos la impresión de buscarnos a nosotros mismos en la
oración, sobre todo no debemos turbamos, sino manifestar a Dios con sencillez nuestro deseo de amarle con un amor puro y desinteresado, y abandonamos totalmente a El con confianza, pues El mismo se encargará de purificamos. Pretender hacerlo sólo con nuestras propias fuerzas, discernir lo puro y lo impuro en nuestro interior para libramos de la cizaña antes de tiempo, sería mera presunción y nos arriesgaríamos a arrancar también el buen grano (cf. Mt 13, 20-34). Dejemos actuar a la gracia de Dios: contentémonos con perseverar en la confianza y soportemos con paciencia los momentos de aridez que Dios permite a fin de purificar nuestro amor por El.
Dos palabras más sobre otra tentación que puede surgir alguna vez. Hemos dicho
que la pureza de intención consiste en buscar a Dios, en complacerle, más que en
complacemos a nosotros mismos. El demonio intentará descorazonamos con el siguiente argumento: ¿cómo pretendes que tu oración sea grata a Dios en medio de tu miseria y tus defectos? A eso hay que responder con una verdad que es el núcleo del Evangelio y que, por encargo del Espíritu Santo, nos recuerda santa Teresa de Lisieux: el hombre no agrada a Dios por sus méritos y sus virtudes, sino ante todo por la confianza sin límites que tiene en su misericordia. Volveremos sobre ello.
(Tiempo para Dios, Jacque Fhilippe)

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