Primacía de la acción divina

El primer principio es sencillo pero muy importante: En la oración lo que cuenta
no es lo que nosotros hacemos, sino lo que Dios hace en nosotros durante ese tiempo.
Conocer ese principio nos libera, pues a veces somos incapaces de hacer ni decir
nada durante la oración. Eso no tiene nada de trágico, pues si no somos capaces de
obrar, Dios puede hacer —y hace— siempre algo en lo más profundo de nuestro corazón, incluso si no nos damos cuenta. El acto esencial de la oración es, a fin de cuentas, el de ponemos y mantenemos en la presencia de Dios. Ahora bien, Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Esta presencia, por ser presencia del Dios vivo, es activa, vivifican te, nos sana y nos santifica. No podemos ponemos delante del fuego sin calentamos, no podemos exponemos al sol sin bronceamos. Desde el momento en que nos quedamos allí y guardamos cierta inmovilidad y cierta orientación…
Si nuestra oración consiste simplemente en lo siguiente: en ponemos delante de
Dios sin actividad alguna, sin pensar en nada especial, sin sentimientos particulares, pero con una actitud profunda de disponibilidad, de abandono confiado, entonces no hay nada mejor que podamos hacer. Así, dejamos obrar a Dios en la intimidad de nuestro ser, que, en definitiva, es lo que cuenta.
Sería una equivocación medir el valor de nuestra oración por lo que hemos hecho
durante ese tiempo, tener la impresión de que es buena y útil cuando hemos dicho y pensado muchas cosas, y desolamos si no hemos sido capaces de hacerlo. Muy bien puede ocurrir que nuestra oración sea desastrosa y que durante ese tiempo,
invisiblemente y en secreto, Dios realice en el fondo de nuestra alma unas obras
prodigiosas, cuyos frutos sólo veremos más tarde… Y es que todos los inmensos bienes que tienen su origen en la oración no son fruto de nuestros pensamientos o nuestros hechos, sino de la actuación de Dios —frecuentemente secreta e invisible— en nuestro corazón. ¡Sólo en el Reino conoceremos los resultados de nuestra oración! Santa Teresita del Niño Jesús era muy consciente de ello. Tenía un problema en su vida de oración: ¡se dormía! No era culpa suya: había entrado en el Carmelo muy joven y no dormía lo suficiente para su edad… Aquella debilidad no la entristecía demasiado: «Yo creo que los niños pequeños gustan lo mismo a sus padres cuando duermen que cuando están despiertos, creo que para las operaciones, los médicos duermen a sus enfermos. En fin, creo que «el Señor ve nuestra fragilidad, que recuerda que no somos más que polvo» (Historia de un alma. Manuscrito autobiográfico A).
Lo más importante en la oración es el componen te pasivo. No se trata tanto de
hacer cosas como de entregamos a la acción de Dios. A veces debemos preparar y
secundar esta acción de Dios con nuestra propia actuación, pero con frecuencia no
tenemos más que consentir en ella pasivamente, y entonces es cuando suceden las cosas más importantes. Incluso puede llegar a ser necesario impedir nuestra actuación para que Dios pueda obrar libremente en nosotros. Así es como lo demuestra san Juan de la Cruz cuando explica algunas arideces, determinada incapacidad para hacer funcionar a la inteligencia o la imaginación en la oración, la imposibilidad de sentir algo o de meditar: Dios permite ese estado de aridez, de noche, para ser el único en actuar profundamente en nosotros, ¡como el médico que anestesia al enfermo para poder trabajar tranquilamente!
Volveremos sobre este tema, pero de momento conviene retener este dato: si, a
pesar de nuestra buena voluntad, somos incapaces de rezar bien, de con movernos y de tener hermosos pensamientos, no nos entristezcamos. Ofrezcamos nuestra pobreza a la acción de Dios y ¡nuestra oración será entonces más valiosa que la que nos hubiera dejado satisfechos de nosotros mismos! San Francisco de Sales rezaba así: « ¡ Señor, no soy más que leña: préndele fuego! »
(Tiempo para Dios,  Jacque Phelippe)

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