Pensaba Ignacio de Loyola algunas veces que le sería remedio que le mandase su confesor, en nombre de Jesucristo, que no confesase ninguna de las cosas pasadas […] Más, sin que él se lo dijese, el confesor vino a mandarle que no confesase ninguna cosa de las pasadas […] Sin embargo, en todos los ejercicios que hacía no hallaba ningún remedio para sus escrúpulos, siendo pasados muchos meses que le atormentaban.