Estos días en tuiter se ha popularizado el hashtag #mequeer. Con esa etiqueta distintas personas LGTBI evocan momentos de su adolescencia y juventud, vivencias que han tenido que afrontar, a menudo en solitario. Se trata de hacer ver a mucha gente lo que supone ese ir tomando conciencia de la propia identidad, especialmente en la juventud y en momentos de muchísima inseguridad. Al ir escuchando esas distintas voces, se van superponiendo escenarios difíciles y muchas heridas. Las palabras homófobas dichas alegremente por familia y seres queridos que te deberían proteger, pero que dan por sentado que «esto» solo ocurre en otras familias. Las actitudes cómplices de educadores, disfrazadas de buen rollito, que sin embargo son munición para señalar, machacar y reforzar los muros que en muchos contextos van aislando al diferente. Chistes, miradas displicentes, violencia, comentarios gratuitos -y a menudo más nacidos de la ignorancia que de la malicia-, aceptación reticente de los «amigos especiales» de tu hijo mientras la familia no se entere. También hay testimonios distintos, positivos, de momentos de aceptación, de abrazos inesperados, de historias de liberación y fuerza.
Abundan los comentarios de quienes, leyendo muchos de estos tuits, dicen que esto deberían leerlo todos los… padres, madres, educadores… Pues bien, me voy a sumar a esos comentarios. Esto deberíamos leerlo todos los católicos. Porque, desgraciadamente, hoy en día hay muchísimas personas LGBTI que han tenido que vivir con enorme desgarro el ver que sus propias familias cargaban de culpa, de rechazo o teñían de desgracia lo que uno ni elige ni tiene por qué aborrecer «Hijo, ¿por qué nos haces esto? ¿No te hemos educado bien?». Tantas personas que han sentido que no cabían en el abrazo de ese Dios del que les hablaban diciéndoles, en el mejor de los casos, que les quería, pero con muchos más matices, peros y prevenciones que al resto.
Hay aún tantos pasos que dar…
José Maria Rodriguez Olaizola