La misericordia del Señor es eterna

Este artículo contiene la oración realizada el jueves 22 de septiembre de 2011, cuyo título es «La misericordia del Señor es eterna».

LA MISERICORDIA DEL SEÑOR ES ETERNA

Canto:
 
La misericordia del Señor cada día  cantaré. (Bis)

Lectura: Mateo (21,28-32)

En aquel tiempo, dijo Jesús a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo: «¿Qué os parece? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: «Hijo, ve hoy a trabajar en la viña.» Él le contestó: «No quiero.» Pero después recapacitó y fue. Se acercó al segundo y le dijo lo mismo. Él le contestó: «Voy, señor.» Pero no fue. ¿Quién de los dos hizo lo que quería el padre?»
Contestaron: «El primero.»
Jesús les dijo: «Os aseguro que los publicanos y las prostitutas os llevan la delantera en el camino del reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros enseñándoos el camino de la justicia, y no le creísteis; en cambio, los publicanos y prostitutas le creyeron. Y, aun después de ver esto, vosotros no recapacitasteis ni le creísteis.»

Meditación/Silencio

Acción de gracias, peticiones

Acción de gracias comunitaria: Señor Jesucristo te pedimos tu protección e intercesión ante el Padre por toda la comunidad LGTB, por todos aquellos hermanos que sufren en la soledad, que se sienten solos, que son perseguidos, que no son aceptados en su entorno más cercano y te damos gracias y pedimos por Crismhom, para que construyamos Reino y, seamos luz y faro en nuestra comunidad LGTB de Madrid.

Padre Nuestro

Canto:

Canto: Nada nos separará del amor de Dios

Invocación inicial: Padre somos hijos tuyos y venimos a ponernos en tu presencia, levantamos la mirada de nuestro corazón hacia ti y te pedimos que nos escuches e inclines tu oído y todo tu ser hacía nosotros y todos los miembros de Crismhom.

Introducción

Como dice la Biblia: “Como un niño dormido en los brazos de su madre”. Así queremos volvernos a sentirnos, descansando dulcemente, confiadamente en tus brazos amorosos que son como los brazos de una madre, como los brazos de un padre, los brazos del Señor de la misericordia.

Canto:

VEN ESPÍRITU DE DIOS SOBRE MI

ME ABRO A TU PRESENCIA

CAMBIARAS MI CORAZÓN (BIS)

Toca mi debilidad. Toma todo lo que soy.

Pongo mi vida en tus manos y mi fe.

Poco a poco llegarás a inundarme de tu luz.

Tú cambiarás mi pasado. Cantaré.

Quiero ser digno de paz. Quiero compartir mi ser

Yo necesito tu fuerza, tu valor

Quiero proclamarte a ti. Ser testigo de tu amor

Entra y transforma mi vida. ¡ Ven a mi!.

Salmo a dos coros:

Señor, enséñame tus caminos,
instrúyeme en tus sendas:
haz que camine con lealtad;
enséñame, porque tú eres mi Dios y Salvador,
y todo el día te estoy esperando.
Recuerda, Señor, que tu misericordia es eterna

Recuerda, Señor,
que tu ternura y tu misericordia son eternas;
no te acuerdes de los pecados
ni de las maldades de mi juventud;
acuérdate de mí con misericordia,
por tu bondad, Señor.
Recuerda, Señor, que tu misericordia es eterna

El Señor es bueno y es recto,
y enseña el camino a los pecadores;
hace caminar a los humildes con rectitud,
enseña su camino a los humildes.
Recuerda, Señor, que tu misericordia es eterna

(Ecos del  Salmo)

Canto:

Te amo, Señor fortaleza mía,
roca mía, castillo mío, mi libertador.
Dios mío, en ti confiaré.
Mi escudo eres Tú, y la fuerza de mi salvación.

Para la meditación:

En cierta ocasión se presentaron ante un hombre justo y de corazón piadoso unos hombres portando un cadáver sobre unas parihuelas.
– Aquí te traemos a tu hijo pequeño, que ha sido muerto por su propio primo, tu sobrino Abdul. A él lo hemos apresado y te lo entregamos maniatado. Es tuyo.
El asesino cayó al suelo y no se atrevía a mirar a su tío, padre de la víctima. Tenía mucho miedo y vergüenza, y no levantaba la vista del suelo.

El viejo no sabía qué hacer y sentía odio en sus entrañas. En aquel momento su hijo mayor le dijo:
– Padre, haz justicia y venga a mi hermano pequeño.
El hombre misericordioso contestó:
– No; hay algo mejor que hacer. Y lo harás tú. Haz estas tres cosas: Libera al hijo de mi hermano, entierra a tu hermano, y gasta tus fuerzas en consolar a tu madre, que mucho te necesitará.
La cara del anciano se llenó de paz.

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses (2,1-11):

Si queréis darme el consuelo de Cristo y aliviarme con vuestro amor, si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas, dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. No obréis por rivalidad ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás. Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.                                                       .                                               

Palabra de Dios

Decía fray Luis de Granada que los hombres debíamos tener «para con Dios un corazón de hijos, para con los hombres un corazón de madre, y para con nosotros mismos un corazón de juez».

Importante consejo que los hombres solemos cumplir… al revés: teniendo para con Dios un corazón de súbditos lejanos, para los demás un corazón de juez y para con nosotros mismos un corazón de madraza perdónalo todo. Y tal vez por eso funciona tan medianamente el mundo en que vivimos.

Tener para con Dios un corazón lejano es no haberse enterado de nada de la vida religiosa. Dios o es padre, o es un ídolo. Y resulta que muchos de nosotros nos hemos fabricado una visión idolátrica de Dios a quien ven o con miedo, porque se le imaginan más juez que padre, o con interés, como si fuera alguien a quien hay que engatusar con mimos porque, sin ellos, no nos querría. Pero resulta que Dios exigente es ante todo Padre, es decir: estimulador, amigo desde las entrañas, generoso y abierto siempre al perdón y la misericordia.

Y aún lo hacemos peor con nuestros hermanos los hombres a quienes contemplamos con la escopeta de la crítica bien montada, dispuestos siempre a ver sus defectos y jamás sus virtudes. Y somos no sólo jueces, sino jueces especialmente duros, más amigos de aplicar fríamente la ley (la de nuestros puntos personales de vista) que de tratar de entenderles y comprenderles. ¡Con qué extraña dureza hablamos los unos de los otros! Y lo llamativo es que nadie nos ha nombrado jueces de nadie, pero nosotros nos auto atribuimos esa función y con frecuencia tenemos ya dictada nuestra sentencia (condenatoria) antes aún de oírles. ¡Como arriba nos juzguen con la medida con la que nosotros medimos…, estaremos listos!

En cambio, qué magnánimos somos a la hora de disculpar nuestros fallos. Qué rara vez no nos absolvemos en el tribunal de nuestro corazón, dejando la exigencia para los demás. Incluso en nuestros errores más evidentes encontramos siempre montañas de atenuantes, de eximentes, de disculpas justif¡catorias. ¡Qué buenos chicos aparecemos en el espejo de nuestras conciencias debidamente maquilladas! ¡Qué capacidad de autoengaño tenemos!

Habría que cambiar en el reparto de corazones siguiendo el consejo de fray Luis de Granada. Bastaría con eso para cambiar el mundo. Queriendo a Dios como hijos cambiaríamos el miedo por el afán de hacerle feliz. Y este afán no debilitaría la religión, porque el amor siempre será más obligante que el miedo. Y bastaría con sentirnos madres de los demás para entregarnos apasionadamente a ayudarles; al comprenderles, les estimularíamos en lugar de paralizarles con el rayo de nuestras condenas. Y ellos, al saberse y sentirse queridos, serían, sin mucho más, mejores. Y si fuéramos para nosotros mismos un juez exigente, no apabullados, pero sí alguien que señala sin miedos los caminos torcidos en nuestro interior, ¡qué difícil nos sería dormirnos en los cojines de nuestra comodidad!

Ya lo saben, amigos: hay que poner en su sitio nuestros tres corazones.

TU DOLOR ES EL MÍO

Rambert es un muchacho joven, feliz. Ha dejado en Francia a una mujer amada y viaja a Orán, para hacer un reportaje, pocos días antes de que en la ciudad se desencadene la peste. No es un hombre profundo. Hace su oficio y no es amigo de las grandes ideas o las grandes cavilaciones. Vive. Y su vida es dichosa, iluminada por uno de esos amores sencillos, sin complicaciones. Rambert es el símbolo del joven moderno que «se dedica» plenamente a ser feliz.

Pero la peste le sorprende en Orán y queda encerrado en la ciudad cuando en ella se declara la cuarentena. Su primera reacción es de cólera: el problema de la ciudad es algo que a él «no le concierne». No se siente ligado a las medidas que las autoridades adoptan. Piensa que el suyo «es un caso personal». Y decide escapar, contraviniendo las normas comunes. El, piensa, no es «culpable» de lo que en la ciudad ocurre. No tiene por qué pagar las consecuencias. El tiene «derecho a la dicha».

Cuando consulta su caso al doctor Rieux, que ha decidido renunciar a su propia dicha para curar a los apestados, el doctor aprueba su decisión: respeta el «derecho a la dicha» de Rambert y sabe que su decisión personal de renunciar a ella no le permite imponer a los demás esa renuncia. Le ayuda, incluso, a conseguir una fuga que no se permite a sí mismo.

Pero mientras Rambert está preparando su escapada, va descubriendo que, cuando en una ciudad hay peste, ya no hay «casos personales», que todos los hombres están unidos por un mismo destino y por sus circunstancias. Descubre que «el hombre es una idea bien pobre cuando se aparta del amor» y empieza a «sentir vergüenza de ser feliz él solo». Esto le empujará a renunciar a su dicha personal para embarcarse en la aventura de combatir el dolor de todos. Ha nacido en él algo que no sospechaba, uno de los sentimientos más nobles del hombre: la solidaridad.

No creo que haga falta apostillar con comentarios esta historia que narra Albert Camus en su novela La Peste. Formularé solamente unas preguntas: ¿Hasta qué punto, en un mundo que sufre, tiene alguien «derecho» a dedicarse únicamente a disfrutar de su propia dicha? ¿No tendrá todo humano «obligación» de renunciar a ciertas zonas de su felicidad personal para combatir el mal, el dolor, la injusticia de este «nuestro» mundo? ¿Bastará con decir que «yo» no soy el «culpable» de todo ese mal? ¿Y quién puede asegurar que no es de algún modo colaborador con la injusticia?

Sería hermoso sí, vivir en un paraíso. Pero en nuestro mundo hay muchas formas de peste. Y todos deberían avergonzarse de ser felices si no están luchando por combatirlas.

JLMD


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