De todo lo dicho se desprende que la lucha principal de la oración será por lograr
la perseverancia. Perseverancia para la que Dios nos concederá la gracia, si la pedimos con confianza y si estamos firmemente decididos a poner todo de nuestra parte.
Hace falta una buena dosis de determinación, sobre todo al principio. Santa Teresa de Jesús insiste enormemente en esta determinación: «Ahora, tornando a los que quieren ir por este camino y no parar hasta el fin, que es llegar a beber esta agua de vida, cómo han de comenzar, digo que importa mucho, y el todo, una grande y muy determinada determinación de no parar has ta llegar a ella, venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmure, siquiera llegue allá, siquiera se muera en el camino o no tenga corazón
para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo» (Camino de perfección, cap. 21).
A continuación exponemos algunas consideraciones destinadas a fortalecer esta
determinación y a descubrir las trampas, falsas razones o tentaciones, que pueden
quebrantarla. Sin vida de oración, no hay santidad En primer lugar, es necesario estar convencido de la vital importancia de la oración. «El que huye de la oración, huye de todo lo que es bueno», dice san Juan de la Cruz. Todos los santos han hecho oración. Los más entregados al servicio del prójimo eran también los más contemplativos. San Vicente de Paúl empezaba cada jornada haciendo dos o tres horas de oración.
Sin ella es imposible avanzar espiritualmente: podemos vivir poderosos momentos
de conversión, de fervor, haber recibido unas gracias inmensas: sin la fidelidad a la
oración nuestra vida cristiana llegará muy pronto a un punto en el que tocará techo. Y es
que sin la oración, no podemos recibir la ayuda de Dios necesaria para transformarnos y santificamos en profundidad. En este sentido el testimonio de los santos es unánime.
Se puede objetar que Dios nos confiere la gracia santificante también, e incluso
principalmente, a través de los sacramentos. La misa es en sí más importante que la
oración. Es cierto, pero sin una vida de oración, hasta los mismos sacramentos tendrán una eficacia limitada. Por supuesto, confieren la gracia, pero queda parcialmente estéril porque le falta la «buena tierra» para recibirla. Nos podemos preguntar, por ejemplo, cómo hay tantas personas que comulgan frecuentemente y, sin embargo, no son más santas. El motivo suele ser la falta de vida de oración. La Eucaristía no proporciona los frutos de curación interior y de santificación que debiera, porque no se recibe en un clima de fe, de amor, de adoración, de acogida de todo el ser, un clima que sólo crea la fidelidad a la oración. Y lo mismo podemos decir de los demás sacramentos.
(Tiempo para Dios, Jacque Phelippe)