DE LA INTELIGENCIA AL CORAZÓN
Evidentemente, la vida de oración no es una realidad estática, sino que sigue un
desarrollo, unas etapas, un progreso no siempre lineal, por supuesto, con ocasionales retrocesos ¡al menos aparentes!
Los autores espirituales que tratan de la oración suelen distinguir diversas fases en
su desarrollo, diferentes «estados de oración», desde los más habituales a los más
elevados, que jalonan el itinerario del alma en su unión con Dios. Santa Teresa de Jesús hablará de Siete Moradas; otro autor distinguirá tres fases (purgativa, iluminativa y unitiva); algunos harán seguir a la meditación la oración afectiva, después la oración con la simple mirada, luego la de quietud, antes de hablar del sueño de las potencias, del rapto, del éxtasis, etc.
No pretendemos entrar en un estudio detallado de las etapas de la vida de oración
y de las gracias de orden místico — ¡y también de las pruebas!— que encontramos en ellas, a pesar de ser más frecuentes de lo que generalmente se piensa. Remitimos a autores más competentes y, en cualquier caso, para el público al que destinamos este libro no es indispensable tratarlo aquí. Añadiremos también que, sobre todo hoy, cuando la Sabiduría de Dios parece gozar alterando las leyes clásicas de la vida espiritual, no debemos tomar los esquemas que describen el itinerario de la vida de oración de una manera demasiado estricta, como una especie de camino obligado.
Una vez dicho esto, es necesario hablar de lo que, en nuestra opinión, constituye
la primera gran evolución —la transformación fundamental de la vida de oración— de la que derivan todas las posteriores. Ya hemos aludido a este tema.
Esta evolución lleva diferentes nombres según los criterios y también según las
tradiciones espirituales, pero la encontramos en todas partes, incluso si los caminos
aconsejados o descritos tienen puntos de partida diferentes. Occidente, por ejemplo, que general mente propone (o proponía, porque el acceso a la oración hoy se suele hacer por vías diferentes) la meditación como método de partida para hacer oración, hablará del paso de la meditación a la contemplación. San Juan de la Cruz escribe extensamente sobre este tema, describiendo esta etapa y los criterios que permiten discernirla. La tradición oriental de la «oración de Jesús» (llamada también oración del corazón), popularizada en los últimos años por el libro Récits d’ un pélerin russe, y que tiene como punto de partida la incesante repetición de una breve fórmula que contiene el nombre de Jesús habla del momento en que la oración desciende de la inteligencia al corazón[5].
En esencia, se trata del mismo fenómeno, incluso si esta transformación —que
podemos describir como una simplificación de la oración, como un paso de una oración «activa» a una plegaria más «pasiva»— puede tener muy variadas manifestaciones según la persona y según su itinerario espiritual.
¿En qué consiste esta transformación? Un día, como un favor especial de Dios, la
persona que ha perseverado en la oración recibe un don que en ningún caso puede ser forzado, que es pura gracia, aun que, bien entendido, la fidelidad a la oración tenga una gran importancia para prepararlo y favorecerlo. Este don puede llegar a veces muy pronto, a veces sólo después de varios años, y a veces nunca. El Señor lo suele conceder de un modo casi imperceptible al principio. Puede no ser permanente, por lo menos al comienzo, y estar sometido a avances y retrocesos.
La característica esencial de este don consiste en que hace pasar de una oración
en la que predomina la actuación humana —sea la repetición voluntaria de una fórmula, como en el caso de la oración de Jesús, sea la actividad discursiva del espíritu en el caso de la meditación en la que, tras elegir un texto o un tema de meditación y reflexionar sobre él, surgen afectos, propósitos, etc.—, a una oración en la que predomina la actuación divina, en la que el alma no tiene nada más que dejarse hacer manteniéndose en una actitud de sencillez, de abandono, de atención amorosa y serena hacia Dios.
Es el caso de la «oración de Jesús»: la experiencia de que la oración fluye por sí
misma en el corazón, sumergiéndolo en un estado de paz, de contento, de amor. En el caso de la meditación, el inicio de esta nueva etapa se manifiesta con frecuencia en una especie de aridez, una incapacidad de reflexionar y una tendencia del alma a
permanecer inactiva delante de Dios. Un «no hacer» que no es inercia ni pereza
espiritual, sino abandono amoroso.
Esta transformación debe ser considerada un gran favor, también por aquellos que
durante largo tiempo han estado acostumbrados a hablar mucho al Señor o a meditar —encontrando en ello su gozo— y para los que tiene algo de decepcionante, pues el alma tiene la impresión de retroceder, de que se empobrece su oración, la sensación de que es incapaz de rezar. Ya no puede orar del modo acostumbrado, es decir, usando su inteligencia, basando su discurso interior en pensamientos, en imágenes, en sentimientos, etc.
En sus obras, san Juan de la Cruz insistirá (e incluso criticará a los directores espirituales que no lo entienden)[6] en convencer a las almas que reciben el regalo de esta gracia de que este empobrecimiento es su verdadera riqueza, y de que no pretendan volver a la meditación a toda costa. Deben limitarse a permanecer ante Dios en una actitud de olvido de ellas mismas con una simple atención amorosa y serena. ¿Por qué es riqueza esta pobreza?
¿Por qué el salto a esta nueva etapa que acabamos de describir es una gracia tan
grande? Por una razón muy sencilla y fundamental que explica muy bien san Juan de la Cruz. Todo lo que en tendemos de Dios no es todavía Dios; todo lo que podemos pensar, imaginar o sentir de Dios, ¡todavía no es Dios! Dios está infinitamente por encima de todo ello, de cualquier imagen, de cualquier representación, de cualquier percepción sensible. No obstante, silo podemos decir así, no está por encima de la fe, no está por encima del amor. La fe, dice el Doctor Místico, es el único medio de que disponemos para unirnos a Dios; es decir, el único acto que nos alcanza la posesión de Dios; la fe, como movimiento sencillo y amoroso de unión con Dios, que se nos revela y se nos entrega en Jesús.
Para acercamos a Dios es conveniente servirnos de consideraciones, de la imaginación, de los gustos: nos son útiles en la medida en que nos hacen bien, nos estimulan, nos ayudan a convertirnos, fortalecen nuestra fe y nuestro amor. Sin
embargo, no podemos llegar a la esencia de Dios sirviéndonos de estos me dios, porque El está fuera del alcance de nuestra inteligencia y de nuestra sensibilidad. Sólo la fe animada por el amor nos permite acceder al mismo Dios. Y esta fe no puede ejercerse más que a costa de una especie de desprendimiento de imágenes y de gustos sensibles.
Por eso, en determinados momentos Dios se retira sensiblemente, de modo que sólo actúe nuestra fe, mientras las otras facultades parecen incapaces de funcionar.
Así, cuando el alma ya no piensa, no se ayuda de imágenes, no siente nada de
particular, pero se mantiene sencillamente en una actitud de amorosa adhesión a Dios, incluso si esta alma no aprecia nada diferente, si tiene la impresión de no hacer nada y de que no ocurre nada, Dios se comunica secretamente con ella de un modo más profundo y mucho más sustancial.
La oración no es ahora la actividad del hombre que hablando, empleando su
inteligencia y las demás facultades, etc., se pone en contacto con Dios, sino que se
convierte en una especie de profunda efusión de amor, unas veces sensible y otras
insensible, por la que Dios y el alma se comunican el uno con la otra. Eso es la
contemplación según san Juan de la Cruz: esa «efusión secreta, pacífica y amorosa» por la que Dios se nos da. Dios se vuelca en el alma y el alma se vuelca en Dios en unmovimiento casi inmóvil producido por la obra del Espíritu Santo en el alma.
Es algo imposible de describir con palabras, pero lo viven muchas personas en su
oración, a menudo sin ser conscientes de ello. Así como Monsieur Jourdain escribía en prosa sin saberlo, muchas almas sencillas son contemplativas o contemplativos sin darse cuenta de la profundidad de su plegaria. Y sin duda, es mejor así.
Independientemente del punto de partida de la vida de oración —que como hemos
visto, puede ser muy variado— el Señor desea conducir a muchas almas a este término o, por lo menos, a esta etapa. Después, está todo lo que el Espíritu Santo puede suscitar como etapas posteriores, como gracias aún más elevadas de las que no hablaremos.
Es sorprendente comprobar que en tradiciones tan alejadas como la de «la
oración de Jesús» y la que re presenta San Juan de la Cruz —en las que las vías
propuestas son tan distintas—, al describir la gracia de la contemplación hacia la que conducen ambos caminos, emplean expresiones casi semejantes. Por ejemplo, cuando San Juan de la Cruz describe la contemplación como «una dulce respiración de amor»[7] creemos reconocer el lenguaje de la Filocalia[8].
(Tiempo para Dios, Jacque Phelippe)