Humildad y pobreza de corazón

Ya hemos citado la frase de santa Teresa de Jesús: «Todo este edificio de la oración se basa en la humildad». En efecto, como hemos dicho, no se funda en la capacidad humana, sino en la acción de la gracia divina. Y la Escritura dice: «Dios resiste a los soberbios, y da su gracia a los humildes» (1 P 5, 5).
La humildad forma parte, pues, de esa actitud fundamental del corazón sin la cual
la perseverancia en la oración es imposible.
La humildad es la capacidad de aceptar serena mente la propia pobreza radical
poniendo toda la confianza en Dios. El humilde acepta alegremente el hecho de no ser nada, porque Dios lo es todo para él. No considera su miseria como un drama, sino como una suerte, porque da a Dios la posibilidad de manifestar su gran misericordia.
Sin humildad no se puede perseverar en la oración. En efecto, la oración es
inevitablemente una experiencia de pobreza, de desprendimiento, de desnudez. En las otras actividades espirituales o en otras formas de piedad siempre hay algo en lo que apoyarse: cierta habilidad que se pone en práctica, la sensación de hacer algo útil, etc.
Y también es posible apoyarse en los demás en la oración comunitaria. Sin embargo, en la soledad y el silencio frente a Dios nos encontramos solos y sin apoyo frente a nosotros mismos y a nuestra pobreza. Ahora bien, nos cuesta un trabajo tremendo aceptar nuestra miseria y, por esa razón, el hombre muestra una tendencia natural a huir del silencio. En la oración es imposible escapar a este sentimiento de pobreza. Es verdad que con
frecuencia surgirá la experiencia de la dulzura y la ternura de Dios, pero generalmente lo que se revelará será nuestra miseria, nuestra incapacidad para rezar, nuestras distracciones, las heridas de nuestra memoria y de nuestra imaginación, el re cuerdo de nuestras faltas y fracasos, nuestras inquietudes respecto al porvenir, etc. Entonces, el hombre encontrará mil pretextos para huir de esta inactividad que le desvela su radical nada ante Dios, porque, a fin de cuentas, se niega a reconocerse débil y pobre.
Sin embargo, la aceptación confiada y alegre de nuestra debilidad es la fuente de
todos los bienes espirituales: «Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 5,3).
El humilde persevera en la vida de oración sin jactancia, sin contar consigo mismo;
no considera nada como debido, se cree incapaz de hacer algo por sus propias fuerzas, no le sorprende tener dificulta des, debilidades, caídas constantes; pero todo lo so porta serenamente, sin dramatizar, porque pone en Dios toda su esperanza y está seguro de obtener de la misericordia divina todo lo que es incapaz de hacer o merecer por sí mismo.
Como no pone la confianza en sí mismo, sino en Dios, el humilde no se desanima
jamás y, a fin de cuentas, eso es lo más importante. «Lo que pierde a las almas es el
desaliento», dice Libermann. La verdadera humildad y la confianza siempre van parejas.
Nunca debemos permitir que nos perturbe nuestra tibieza y nuestro escaso amor
de Dios. En ocasiones, la persona que se inicia en la vida espiritual puede desanimarse al leer la vida y los escritos de los santos, ante las inflamadas expresiones del amor de Dios que aparecen en ellas y de las que se encuentra muy lejos. Piensa que nunca llegará a amar con tal fervor. Es una tentación muy común. Perseveremos en los buenos deseos y en la confianza: Dios mismo pondrá en nosotros el amor con el que podremos amarle. El amor fuerte y ardiente por Dios no es natural: lo infunde en nuestros corazones el Espíritu Santo, y nos será concedido si lo pedimos con la insistencia de la viuda del Evangelio. No siempre los que sienten al principio un amor sensible más gran de alcanzan mayor altura en la vida espiritual. ¡Lejos de ello!
(Tiempo para Dios, Jacque Phelippe)

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