Los gestos cotidianos valen más que mil palabras: compartir una comida, una mesa donde se habla, dar un paseo, contemplar un paisaje. La comparación, el juicio y la queja nos inundan y nos deshacen. Es un gran logro poder recibir la capacidad de no agobiarse, por el hondo convencimiento de saberse caído en la gracia de Dios.