Religión Digital, 04/08/2013. (José Manuel Vidal).- «Es un peligro para los poderes del mundo y de la Iglesia y, por eso mismo, está en peligro». Así de claro lo tiene el jesuita navarro José Enrique Ruiz de Galarreta, amigo del Papa Bergoglio desde que coincidió con él, hace 33 años, en el noviciado en Alcalá de Henares. En la misma línea se pronuncia el teólogo brasileño Leonardo Boff, uno de los máximos exponentes de la Teología de la Liberación: «Francisco está en peligro, porque, en el Vaticano, hay una historia de muchos asesinatos desde hace mucho tiempo».
Tanto el jesuita como el ex franciscano conocen al Papa desde hace tiempo, están encantados con los nuevos aires que está imprimiendo a la Iglesia y, por eso, le advierten. «Bergoglio se atreverá a cambiar, si no lo matan antes; Ratzinger se ha retirado por miedo», señala el compañero navarro del Papa. Y le da un consejo: «Que renueve la plantilla sin suscitar demasiado odio; que se lo tome con calma, para ir colocando a un equipo de su confianza».
El teólogo de la Liberación, al que Ratzinger obligó a guardar silencio, recuerda el caso del «Papa meteorito». «Juan Pablo I reunió a los cardenales y les anunció que se iría a vivir fuera del Vaticano. Dos días después, apareció muerto». Quizás por eso, Boff invita a Francisco a «tener cuidado, porque donde hay lucha por el poder no hay amor, y el poder siempre busca más poder».
Ruiz de Galarreta y Boff no son los únicos en temer por la vida del Papa. Obispos y fieles católicos de todo el mundo piensan lo mismo, aunque unos se lo callen por pudor y otros por no tentar a la mala suerte. El caso es que se extiende, entre el pueblo católico, la sensación de que el Papa está en peligro.
¿Para quién y por qué es un peligro el Papa Francisco?
Hace poco más de 120 días que Francisco llegó al papado. Por sorpresa. Y es que, tras la etapa reformista de Juan XXIII y Pablo VI (los dos papas del Concilio) y el leve ‘apunte’ de Juan Pablo I, que sólo duró 33 días en el solio pontificio, llegó la involución, que, de la mano de Wojtyla y Ratzinger duró 35 años. La Curia romana, que se hizo con las llaves de la maquinaria vaticana tras dos Papas como Juan Pablo II y Benedicto XVI que no gobernaron, quería ampliar el ciclo conservador en la Iglesia. Por su propio interés.
Pero, Benedicto XVI, el Papa anciano y sabio, le rompió el espinazo al poder curial. Hastiado de los «lobos» de su Curia y sin fuerzas para limarles los dientes, ideó la «santa venganza»: Renunciar para poner fecha de caducidad al papado y, por lo tanto, a cualquier otro cargo eclesiástico. Al hacerlo, arrastró en su caída a todos los grandes líderes de los lobbies vaticanos, que cesaron automáticamente en sus puestos hasta que el nuevo Papa provea.
La maquinaria romana se pone en marcha con el precónclave y el cónclave. En ellos, los cardenales «peones», hartos del mangoneo y de la mala imagen que la Curia proyectaba sobre toda la Iglesia (con sus intrigas, luchas de poder, cuervos, Vatileaks y mayordomos infieles) decidieron apostar por un cardenal jesuita latinoamericano, austero, carismático y con dotes de mando y gobierno. Y eligieron al arzobispo de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, por una mayoría abrumadora: se habla de 90 votos sobre 115, superando los 84 con los que fuera elegido su predecesor.
Y «desde el fin del mundo» llegó a Roma un ciclón, una especie de tsunami de Dios. Lleva poco más de 120 días al frente de la Iglesia y ya le ha cambiado la cara a la institución. Me lo confesaba en Rio el cardenal Hummes, el que le susurró «no te olvides de los pobres» inmediatamente antes de que fuese elegido: «El pueblo católico está de nuevo feliz, está de nuevo con la cabeza levantada. Antes, andaba medio triste y preocupado, debido a todas las crisis que se estaban descubriendo en el seno de la Iglesia. Y hoy el pueblo ha recobrado la esperanza».
En menos de 5 meses, Francisco se ha ganado la simpatía del mundo, se ha convertido en un líder planetario de prestigio y ha vuelto a dotar a la Iglesia de la credibilidad y de la confianza social que había perdido. Llegó diciendo que quiere «una Iglesia pobre y para los pobres» y lo está cumpliendo. Ha vuelto a colocar a los pobres en el centro de atención de la institución y, para defenderlos, ataca sin piedad (desde la peana de su autoridad moral) a todos los poderes que atentan contra los «vip de Dios». Tanto de fuera como de dentro de la Iglesia.
¿Alguien podría tener interés en matarlo?
Francisco señala con el dedo al capitalismo salvaje y a los poderes económicos y financieros que no redistribuyen la riqueza. Fustiga a los políticos de todo pelaje y condición por utilizar sus cargos para su lucro personal, en vez de ponerlos al servicio del bien común. Como un profeta del Antiguo Testamento denuncia con palabras y con gestos e imágenes que calan hondo y llegan directos al corazón del pueblo.
Su primer viaje fuera de Italia fue a Lampedusa, la isla donde está recluidos en medio del mar, los emigrantes sin papeles que se juegan la vida (y 20.000 la perdieron) para cruzar desde África en busca del paraíso europeo. Allí los abrazó, los bendijo con un báculo formado por dos palos de la madera de un cayuco naufragado, rindió homenaje a los muertos y pidió a Europa que los trate con justicia y dignidad y que los deje entrar en suelo europeo. Al día siguiente, las huestes de Berlusconi le contestaron: «Que los acoja el Papa en el Vaticano».
Y si con los poderes del mundo es duro, contra los de la Iglesia utiliza el látigo, como Cristo en el templo. No hay cosa que más le duela y más fustigue que los «eclesiásticos príncipes», «enclaustrados en sus puestos», que «no salen a la calle» ni a las «periferias existenciales» y que huelen a Armani en vez de «oler a oveja». No quiere eclesiásticos aferrados al poder, porque, en la Iglesia, el poder es servicio. O debe serlo. Y el Papa sabe que, hoy, para que la predicación de la Iglesia vuelva a ser creíble tiene que dar primero el trigo del ejemplo.
Él sí predica con el ejemplo. Deja el palacio, vive en una residencia de curas, renuncia a los capisayos y a los oropeles, prescinde del papamóvil blindado, viaje en utilitario, lleva su propio maletín y, en definitiva, se comporta como una persona normal. Vive con suma sencillez y austeridad y toda su acción está dirigida a predicar la esperanza de un Dios de ternura y de misericordia. Y pasar de una Iglesia malencarada y del no a otra alegre y del sí.
Pero, con su vida y con sus palabras, el Papa deja en evidencia a la jerarquía, que sigue viviendo en palacios y desplazándose en coches de alta gama. Con sus reformas, les está tirando abajo el «chiringuito» y eso la descoloca. Empezó por reformar el propio papado. Pasó de un papado imperial a otro colegial. Por eso nombra comisiones de cardenales y de expertos, para que le ayuden a reformar la Curia. El próximo otoño jubilará a los máximos jerarcas curiales, empezando por el Secretario de Estado, Tarcisio Bertone, y convertirá el banco vaticano (conocido por las siglas IOR) en una banca ética. Sin acceso al dinero y sin el control del poder, la Curia volverá a ser un aparato burocrático al servicio del Papa y de las iglesias locales.
Pero aún hay más. Tras tocar la estructura del papado y de la Curia, Francisco está iniciando también reformas doctrinales. En dos pasos. El primero, ya en marcha, es cambiar la tendencia respecto a temas «delicados» de moral sexual, como los matrimonios gays, el preservativo o las relaciones prematrimoniales. Francisco sabe que no puede reconquistar a los jóvenes, si les obliga a llegar vírgenes al matrimonio o a mantener relacione sexuales siempre abiertas a la procreación.
El segundo paso serán los cambios en algunos temas doctrinales concretos. Con prudencia y de uno en uno. El primero puede ser el permitir el acceso a la comunión de los divorciados vueltos a casar.
Y, si hay algo que pone de los nervios a los sectores más conservadores y talibanizados de la Iglesia son las cuestiones sociales y sexuales. En lo social, está ya muy claro que Francisco está de parte de los pobres y contra los poderosos. En lo sexual, ha cambiado la tendencia y ha pasado de la condena a la comprensión: «¿Quién soy yo para juzgar a un gay?», acaba de decir.
¿Cómo evitar el peligro?
Como es lógico, el Papa cuenta con medidas de seguridad. Las externas, que le ponen los gobiernos de los diversos países, cuando viaja. Y las internas, su propio cuerpo de seguridad, dirigido por el capitán Domenico Giani. Su ‘ángel de la guarda’ tiene 46 años y es el jefe de seguridad del Vaticano desde 2006. Trabajó ya con Juan Pablo II y Benedicto XVI, pero ninguno le dio tantos quebraderos de cabeza como el Papa Francisco. Pura y simplemente, porque no quiere seguridad. Está convencido de que el pastor tiene que estar entre las ovejas. Y, aunque no tiene más remedio que plegarse a ciertos protocolos, los rompe continuamente y se expone sin parar.
Ha jubilado el papamóvil blindado y se desplaza en un pequeño Fiat. Y con la ventanilla bajada, blanco perfecto de cualquier mira telescópica. Se mete entre la gente, incluso en las favelas de Rio, y toma mate de un vaso que alguien le ofrece al pasar en el papamóvil. Sin miedo a que lo envenenen. Francisco sin miedo lo explica así: «Con menos seguridad, he podido ir con la gente, abrazarles, saludarles, sin coches blindados. La seguridad es fiarse de un pueblo. Siempre hay el peligro de que un loco haga algo. Pero también está el Señor. Crear un espacio blindado entre el obispo y el pueblo es una locura».
El riesgo existe y Francisco lo asume. De entrada y por convicciones pastorales y teológicas. Sabe bien cuál fue el final de todos los profetas, empezando por el de Nazaret.
¿Qué ocurriría en la Iglesia, si se produjese un magnicidio?
Tiene enemigos dentro y fuera. Y muchos. Y, encima, no quiere protegerse. El blanco es fácil. Tanto para un loco aislado, como para un complot teledirigido. Desde fuera, al estilo del turco Ali Agca. O desde dentro, como en el caso del malogrado Juan Pablo I, de cuya muerte siempre habrá dudas, porque el Vaticano se negó a hacerle una autopsia.
Si ocurriese algo así (Dios no lo quiera), ¿qué pasaría en la Iglesia? En primer lugar, Francisco se convertiría en un santo por aclamación popular y en el Papa mártir de los pobres. Pero, si las sospechas recayesen en los hombres de Iglesia, ésta quedaría tocada y, posiblemente, hundida. Poca gente volvería a poner su confianza en una institución que elimina a sus mejores ‘jefes’. Y, por mucho que lo escondiese, no podría acallar las sospechas que, en el universo mediático global actual, pronto se tornarían en acusaciones y deserciones masivas de fieles. El descrédito de la institución sería absoluto.
Si las sospechas sobre el magnicidio señalasen a los poderes del mundo, la Iglesia saldría reforzada, buscaría un nuevo Papa que siguiese la línea marcada por Francisco y ganaría fieles para su causa. Pero, al mismo tiempo, cundiría la desesperanza, sobre todo entre los pobres y la protesta. Y hasta puede que los católicos hiciesen causa común con los indignados o se tornasen indignados que, siguiendo el ejemplo de su mártir, saliesen a las calles «pacíficamente y sin violencia, a proponer alternativas sociales a la luz del Evangelio». Una revolución cristiana mundial, que se extendería por los cuatro puntos cardinales, excepto, quizás, en Asia y en el mundo árabe. Vivo o muerto Francisco es un peligro y está en peligro. Sólo Dios lo puede salvar.
José Manuel Vidal es Premio Arcoiris Crismhom 2012. Artículo original aquí.