Ya no son cosas lo que queremos de Dios. Lo que nuestro corazón desea es a Dios mismo. Buscamos su abrazo: «extiendo mis brazos hacia ti». Despierta nuestro deseo: «tengo sed de ti como agua reseca».
Pongámonos delante de Dios. Cada cual solo, desnudo, con nuestra pobreza inmensa. Digámosle con fe: «Me atraes. Siento que me amas». ¿Cuándo llegaré a ver tu rostro? ¿Cuándo podré gozar de tu dulzura?