Cuando entramos en la realidad de la persona que acompañamos, recibimos el eco de nuestra propia vulnerabilidad, porque entrar en el mundo ajeno nos abre las puertas de nuestro propio mundo. Cuando unimos la experiencia del otro a la nuestra, interpretamos y comprendemos nuestra propia realidad, nos descubrimos sanadores heridos. Involucrar nuestro ser en el acto de acompañar, empatizando con la herida ajena, activa nuestras propias heridas. Integramos nuestra propia sombra y eso nos sana. Aceptar y reconocer nuestra propia fragilidad se convierte en la herramienta resiliente para ayudar a sanar a otros.