Cuando no se plantea la cuestión

Nos estamos preguntando cómo debemos emplear el tiempo de la oración. Antes
de seguir tratando esta cuestión, es preciso advertir que a veces no se plantea. Y esto es lo que habrá que considerar en primer lugar. la cuestión no se plantea cuando la oración fluye de la fuente, por decirlo de algún modo: cuando existe una comunicación amorosa con Dios sin necesidad de saber cómo ocupar el tiempo. Así debería desarrollarse siempre, pues, según la definición de santa Teresa de Jesús, la oración es «tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama» (Libro de la Vida, cap. 8). Cuando dos personas se aman profundamente no tienen demasiados problemas para saber cómo vivir los momentos en que se encuentran. ¡A menudo les basta estar juntos sin necesidad de otra cosa Pero desgraciadamente nuestro amor por Dios suele ser bastantedébil y no llegamos a ese punto.
Volviendo a la oración que «fluye sola», esta comunicación con Dios, que es un
favor y no hay más que recibirlo, se puede situar en distintos grados del camino
espiritual y ser de muy distinta naturaleza.
Se da el caso de la persona sinceramente convertida, entusiasmada con su
reciente descubrimiento de Dios, llena de la alegría y el fervor del neófito. No hay
problemas en su oración: se siente arrastrada por la gracia; feliz de consagrar su tiempo a Jesús; tiene mil cosas que decirle y que pedirle; está llena de sentimientos amorosos y de pensamientos estimulantes.
¡Que disfrute entonces sin escrúpulos de esos momentos de gracia, que se lo
agradezca al Señor, pero que siga siendo humilde y procure no creerse santa por sentirse llena de fervor, ni juzgue a su prójimo por mostrar menos celo que ella! La gracia de los primeros tiempos de la conversión no elimina los defectos ni las imperfecciones, no hace más que enmascararlos. Y la persona no deberá asombrarse si un buen día decae su fervor, si las imperfecciones que creía desaparecidas gracias a su conversión resurgen con una violencia imprevista. Que persevere entonces y sepa sacar provecho de la aridez y la prueba, como supo sacarlo en los días de la bendición. Otro caso en el que la cuestión no se plantea se sitúa, por decirlo de algún modo, en el extremo contrario. Es el de la persona que ora y sobre la que el dominio de Dios es tal, que no es capaz de resistirse ni de hacer nada por sí misma: sus potencias están inmovilizadas, no puede más que entregarse y con sentir esa presencia de Dios que la invade totalmente. La persona no tiene nada que hacer, únicamente decir sí; sin embargo, será preciso que se confíe a un director espiritual para que le confirme la autenticidad de las gracias que recibe, pues en ese momento no se encuentra en las circunstancias habituales y es bueno abrirse a alguien. Con frecuencia, cuando ce san las gracias extraordinarias en la oración, surge la incertidumbre en cuanto a las causas y
aparecen luchas y dudas; únicamente abriendo el alma se consigue la seguridad en
cuanto al origen divino de esas gracias y se las puede recibir con plenitud.
Pensemos ahora en un caso intermedio, muy frecuente por otra parte. Es conveniente hablar de él, pues la situación que vamos a describir se manifiesta
generalmente en sus comienzos de un modo imperceptible, y puede dar pie a dudas e incluso a escrúpulos en cuanto a la conducta a seguir: la persona no sabe si hace bien o mal pero, en cualquier caso, no tiene elección. Nos explicaremos. Se trata de una situación en la que el Espíritu Santo comienza a introducir a alguien en una oración más pasiva, después de un tiempo en que la oración ha sido sobre todo «activa»; es decir, que ha consistido principalmente en una actividad propia hecha de reflexiones, de meditaciones, de un diálogo interior con Jesús, de actos de la voluntad tales comoofrecerse a El, etc.
Y he aquí que un buen día, la manera de orar se transforma de un modo al principio casi imperceptible. La persona encuentra dificultades para meditar, para discurrir, sufre cierta aridez y se siente inclina da a permanecer delante del Señor sin hacer ni decir nada, sin pensar en nada especial, pero en una serena actitud de atención
plena y amante hacia Dios. Por otra parte, esta actitud amorosa que procede del corazón más que de la inteligencia es casi imperceptible. Puede hacerse más intensa después, una especie de inflamación de amor, pero al principio suele ser casi inapreciable. Y cuando el alma pretende actuar de otro modo, reanudar una oración más «activa», no lo consigue y casi siempre tiende a volver al esta do que hemos descrito. Sin embargo, a veces sentirá escrúpulos, pues tendrá la impresión de no actuar, mientras que antes lo hacía.
Pues bien, cuando el alma se encuentra en este estado, debe permanecer en él
sencillamente, sin in quietarse, sin agitarse, sin moverse. Dios desea llevarla a una
oración más profunda, y eso significa una gracia muy grande. El alma debe dejarse hacer y seguir su tendencia a permanecer pasiva; para que esté en oración, basta que en el fondo de su corazón exista esta orientación serena hacia Dios. No es el momento de actuar por sí misma, por medio de sus propias facultades o capacidades; es el momento de dejar obrar a Dios.
Hemos de hacer notar que no es el mismo estado de dominio de Dios del que
hemos hablado anterior mente. La inteligencia y la imaginación continúan ejerciendo cierta actividad: los pensamientos, las imágenes van y vienen, pero en un nivel superficial, sin que la persona preste atención a dichos pensamientos e imágenes más bien involuntarios. Lo importante no es la agitación (inevitable)[3] de la mente, sino la profunda orientación del corazón hacia Dios.
Estas son, pues, algunas situaciones en las que no hay por qué plantear la
pregunta: « ocupar el tiempo de la oración?», pues la respuesta ya está dada.
Queda un caso en el que se plantea dicha cuestión. Es generalmente el de la
persona cargada de buena voluntad, pero que no está (¡todavía!) inflama da de amor de Dios; que no ha recibido todavía la gracia de una oración pasiva, pero que ha comprendido la importancia de la oración y desea entregarse a ella regularmente, no sabiendo muy bien cómo hacerlo. ¿Qué aconsejar a esta persona?
No responderemos directamente a esta cuestión diciendo: durante el rato de
oración haz esto o aquello, reza de esta manera o de esta otra. Nos parece más prudente empezar por dar los principios básicos que deben guiar a un alma en lo que se refiere a su comportamiento durante la oración.
En los capítulos anteriores hemos descrito las actitudes fundamentales que deben
orientar al alma que aborda la oración, actitudes válidas, de hecho, para cualquier forma de oración e incluso para toda la existencia cristiana en su conjunto, como ya hemos dicho. Lo que cuenta sobre todo —y lo repetimos de nuevo— no es el cómo, ni las recetas, sino, por así decir, el clima y el estado de ánimo con los que abordamos la vida de oración: lo que condiciona la perseverancia en ella, así como su fecundidad, es que dicho clima sea el adecuado Ahora haremos un poco lo mismo, es decir, daremos algunas orientaciones que, tomadas en conjunto, definen no un clima, sino una especie de paisaje interior con sus
puntos de referencia, sus caminos, un paisaje interior que quien desee hacer oración podrá seguir libremente según la etapa en que se encuentre de su itinerario y según el impulso del Espíritu Santo. Conocer, al menos parcialmente, esos puntos de referencia permitirán el fiel orientarse, comprender por él mismo lo que ha de hacer en la oración.
Ese «paisaje interior» de la vida de oración del cristiano está definido y modelado
de algún modo por cierto número de verdades teológicas que enunciamos y explicamos a continuación.
(Tiempo para Dios, Jacque Phelippe) 

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