Gracias, mi Señor, por haberme regalado bondad e inocencia. Tus dones más preciados, a veces desdeñados por mí. Prefiriendo en tiempos los dones del mundo: éxito, inteligencia, fama. Al fin y al cabo el deseo hondo e íntimo de sentirse querido y apreciado. Sin poder competir contra los valores del mundo, la bondad y la inocencia se mueven en un plano distinto, que explica el sentido último de la existencia.