Determinóse Ignacio de Loyola que ni comería ni bebería hasta que Dios le proveyese o que se viese ya del todo cercana la muerte, siguiendo con ejercicios y oficios, hasta librarse de aquellos escrúpulos. Más venido el otro domingo le dijo a su confesor cómo en aquella semana no había comido nada. El confesor le mandó que rompiese aquella abstinencia; y aunque con fuerzas todavía, obedesció al confesor, y se halló aquel día y el otro libre de escrúpulos.