La homosexualidad en el sacerdocio y en la vida consagrada

Carlos DOMÍNGUEZ MORANO, en Sal Terrae Febrero (2002).

Lo no dicho

 

El tema ronda una y otra vez en el ambiente eclesiástico y religioso. Pero de él no se habla. O se habla en círculos reducidos y como «en voz baja». Se conocen datos, se aprecian comportamientos que parecen hablar en esa dirección, se sospecha a veces. Pero, aunque se va dejando paso al abordaje explícito (la propuesta de esta revista es un buen ejemplo de ello), el asunto sigue siendo todavía un «tema tabú». Con su efecto correspondiente: lo que es negado se convierte, maléficamente, en omnipresente.

 

El problema es que aquello de lo que no se habla no se puede elaborar convenientemente. Queda en estado pulsional, irracional, con unos contenidos marginados, que no por ello son menos acuciantes y que, desde su estado de exclusión, sólo pueden encontrar una emergencia «sintomática». Porque, en efecto, un dinamismo afectivo que no puede ser pensado, verbalizado, debatido racionalmente, queda sin la elaboración psíquica necesaria (lo que conocemos como «procesos secundarios») que posibilite su conveniente manejo. En estado de «proceso primario», lo homosexual tiende, pues, a imponerse al margen del Yo consciente, ya sea como fantasma amenazante del que hay que defenderse compulsivamente, ya como actuación, compulsiva también, con todas las derivaciones patológicas, morales y sociales que, con razón, nos alarman. Son efectos de lo «no dicho». Los escándalos que salen a la luz en países como los Estados Unidos de América son buena muestra de ello.

 

Y no queríamos olvidar que esos escándalos no son fruto de una mayor permisividad en esas áreas geográficas, sino de una mayor conciencia social, que ya no está dispuesta a callar lo que en otras zonas puede seguir ocurriendo, sin posibilitar siquiera ese escándalo que, a pesar de todos sus inconvenientes, funciona como barrera de contención y sana defensa frente a una situación de abierta perversidad. En estos casos, la homofobia se impone, imposibilitando el sano abordaje del problema.

 

Se hace, pues, obligado partir de un hecho incontestable, por más que se pretenda escamotear: la existencia de sujetos con orientación básicamente homosexual, tanto en la vida consagrada masculina y femenina como en el ministerio sacerdotal. Si la proporción general de la población homosexual es difícil de determinar, aunque muchos la sitúan entre el 6 y el 10%, tendríamos que convenir razonablemente en que al menos esa misma proporción debe de existir en la vida consagrada y sacerdotal. Pero hay que tener en cuenta, además, que en esos estados de vida concurren unas especiales circunstancias que fácilmente acrecientan la motivación de personas con dicha orientación para formar parte de sus filas. De una parte, pensar la propia vida en comunión y convivencia con personas del mismo sexo. De otro lado, el proyecto de dedicación altruista a los otros, que parece engarzar bien con aspiraciones específicas de la dinámica homosexual, obligada a situarse al margen de un proyecto de familia, más aún en el seno de aquellas sociedades donde se considera «extraño» a todo aquel que eluda la vía «normal» del matrimonio. Habría que pensar, incluso, en la particular atracción por la experiencia religiosa que parece darse en la dinámica homosexual. El conjunto de datos hace pensar, pues, que la vida consagrada y sacerdotal ofrece unas peculiaridades que fácilmente poseen el efecto de aglutinar una proporción de personas con orientación homosexual mayor incluso que la de la población gene ral.

 

Un poco de historia John Boswell ha realizado una investigación histórica rigurosa que no puede dejar de sorprender a quienes consideran que las relaciones entre la vida eclesiástica y la homosexualidad mantuvieron siempre las mismas relaciones de tensión y ocultamiento tabuístico (J. BOSWELL, Cristianismo, tolerancia social y homosexualidad, Muchnik Editores, Barcelona 1993). Una vez más, la historia ayuda a relativizar posiciones y a comprender que la homosexualidad ha sido reconocida y experimentada de modos muy diversos a través del tiempo en las diversas sociedades y culturas.

 

De modo particular sorprende la relevancia que tuvo la «unión romántica» entre personas del mismo sexo en el seno de la espiritualidad y la vida religiosa a lo largo de la Alta Edad Media. Boswell da así cuenta de la poesía amorosa que circuló por monasterios y comunidades religiosas entre una serie de personajes como Ausonio y san Paulino, obispo de Nola, en la que se hace patente un claro lirismo erótico explícitamente cristiano. O las que se intercambiaban Walafrid Strabo, abad del monasterio benedictino de Reichenau, y su amigo Liutger.

 

El amor entre varones fue aceptado como una variedad normal del afecto que, a diferencia del de los contemporáneos paganos, poseía una significación espiritual y cristiana. Los clérigos homosexuales participaban incluso en ceremonias matrimoniales homosexuales, ampliamente conocidas en el mundo católico a partir del siglo v y en las que se invocaban parejas del mismo sexo de la historia cristiana, tales como Sergio y Baco, Cosme y Damián, o Ciro y Juan. Se conocen también controversias entre algunos clérigos sobre si era preferible la sexualidad homosexual o la heterosexual (Cf. J. BOSWELL, Las bodas de la semejanza, Muchnik Editores, Barcelona, 1996).

 

También se desarrolló en las comunidades religiosas toda una corriente espiritual que idealizaba el amor entre personas del mismo sexo, tanto dentro como fuera de la vida religiosa. Largos y hermosos poemas amorosos surgieron también entre las monjas del sur de Alemania en el siglo XII, en los que -como analiza Boswell- hay referencias a gestos físicos reales o simbólicos que expresan un amor de nítida pasión erótica y que se entiende como un amor cristiano, no contrapuesto a la virtud y a la santidad, pero sí al amor pagano. Conocido es también el caso de Aelred, abad del monasterio cisterciense de Rielvaux, el cual, habiendo llevado una vida homosexual desenfrenada, entra en la vida religiosa y se compromete rígidamente con su voto de castidad, pero no renuncia a las uniones amistosas apasionadas, tal como se deja ver en su ya clásico tratado De spirituali amicitia. Pero la insistencia en la vinculación inseparable entre sexualidad y procreación fue trayendo consigo una progresiva valoración negativa de lo homosexual y, junto con ella, la práctica de aparición de esa corriente espiritual que ensalzaba el romance homoerótico. La tolerancia de la Alta Edad Media desaparece, y se acrecienta el temor, la condena y la amenaza de lo homosexual, que llega casi hasta nuestros días.

 

En la actualidad, sin embargo, la idea y la vivencia general de la sexualidad cambian de un modo sorprendente. También, por tanto, la valoración y la sensibilidad frente al fenómeno homosexual. Más en particular, y con relación a nuestro tema, llama poderosamente la atención la valoración que sobre ella hacen los jóvenes candidatos y candidatas a la vida religiosa o al sacerdocio. En los más de doscientos informes realizados por el «Centro de Psicoterapia «Francisco Suárez»» de Granada, son muy escasos los que ante el término homosexual muestran un juicio negativo o una valoración condenatoria. Por el contrario, la enjuician, en su práctica mayoría, como una tendencia diferente que expresa un modo normal de vivir la sexualidad.

 

Más significativo aún, en cuanto al cambio que se opera en nuestros días, resulta la emergencia de movimientos cristianos homófilos que se conciben como agrupaciones de vida consagrada. Es el caso de las «Fraternidades de la amistad», comunidades de sujetos homófilos que nacen en Barcelona en 1966 bajo la inspiración de la espiritualidad de Charles de Foucauld y Teresa de Lisieux, con una propuesta de castidad, pobreza y obediencia y con un proyecto apostólico de especial sensibilidad a la vindicación social y evangelización de la homotropía. Un grupo de características equivalentes existe también en Francia desde hace años. Se trata, sin duda, de un fenómeno singular y minoritario, pero que habría que valorar como un «emergente» de los replanteamiento s y transformaciones que, sin duda, se están produciendo en las relaciones entre homosexualidad y vida religiosa o sacerdotal. Esos replanteamientos, no obstante, se enmarcan todavía dentro del amplio debate sobre el tema.

 

Un debate abierto

 

La cuestión homosexual, en efecto, permanece en estado de debate abierto. En él, nuestras posiciones más íntimas intervienen de modo decisivo. La valoración, por tanto, que se pueda hacer de la homosexualidad en el sacerdocio y en la vida religiosa dependerá muy esencialmente de la manera en que hayamos acertado a elaborar esa dimensión homosexual inherente a la vida del deseo. Son siempre nuestros miedos, deseos, inhibiciones y represiones los que, inevitablemente, hablan y se expresan en cualquier discurso sobre la sexualidad. Y esto acaece así, no por accidente o patología, sino por naturaleza. No existe un discurso sobre la sexualidad que pueda considerarse exento de esa participación de nuestro mundo inconsciente. Pero esta tesis general se verifica de modo más notable en una cuestión como la de la homosexualidad, en la que todos nos vemos obligados a librar un debate interno particularmente espinoso y en el que siempre permanecen dimensiones latentes al margen de toda racionalidad. En lo dicho, pues, hablará siempre lo «no dicho». También, naturalmente, en las ideas que en adelante se expondrán, así como en el eco que con ellas se despierte.

 

Nuestra valoración más íntima y personal, sin embargo, se ve también condicionada de alguna manera por la elaboración que podamos llevar a cabo a nivel intelectual y por el influjo de los estados de opinión que, con base científica o sin ella, se desarrollan en nuestro entorno. En este sentido, no nos podemos considerar al margen del gran debate que, en la actualidad, se entabla en el campo de la psicología clínica o la psiquiatría, en el del discurso social, así como en el de la reflexión teológica y moral sobre el tema.

 

Otros trabajos de este mismo número se detienen en esos diferentes campos de reflexión. Baste recoger aquí tan sólo algunos de los datos más significativos al respecto, para situar convenientemente la reflexión sobre el lugar que podría encontrar la homosexualidad en el campo de la vida clerical o religiosa.

 

En ninguno de estos campos el debate está cerrado. Cualquier posición, por tanto, en elcampo clínico, social o teológico que hoy pretenda zanjar la cuestión de modo definitivo tendrá que ser valorada como una expresión sintomática de prejuicios inconscientemente condicionados. El reconocimiento del carácter problemático que aún posee lo homosexual en el estado actual de nuestros conocimientos será siempre, pues, un punto de partida inexcusable.

 

Pero, al mismo tiempo, es también un hecho evidente la dirección que van tomando las diferentes investigaciones que se efectúan al respecto. Los estudios médicos, psicológicos, antropológicos y sociológicos apuntan de modo inequívoco hacia la descalificación de la homosexualidad como enfermedad, desviación psicopática o perversión social (He abordado con detalle esta cuestión en el trabajo «El debate psicológico sobre la homosexualidad», en J. GAFO [ed.], La homosexualidad. (Un debate abierto, Desclée de Brouwer, Bilbao 1997, 13-95, y en Los registros de deseo, Desclée de Brouwer, Bilbao 2001, 145-179). Cada vez de modo más explícito, la homosexualidad va siendo reconocida como una orientación sexual que la naturaleza permitió y que, en sí misma considerada, no afecta a la sanidad mental ni al recto comportamiento en el grupo social. En razón de ello, instituciones como la OMS han suprimido la homosexualidad de la relación de enfermedades, y el Consejo de Europa ha instado a los gobiernos de sus países miembros a suprimir cualquier tipo de discriminación en razón de la tendencia sexual. Las legislaciones de los diferentes países han ido así modificándose en aspectos sustanciales para evitar cualquier tipo de discriminación. El cambio general de opinión que se va así produciendo en los países del área occidental es notable, y sus efectos, como veíamos más arriba, se dejan ver también dentro de la comunidad creyente.

 

En este campo, sin embargo, una vez más la Iglesia marca su diferencia. Sabemos que su posición con respecto a la homosexualidad ha variado poco (sobre todo si se compara con otras iglesias cristianas); en ello habría que ver una expresión más del problema de fondo que mantiene con la sexualidad en su conjunto. El debate, sin embargo, se establece también dentro de la comunidad eclesial, y son ya muchas las voces que se levantan reclamando un cambio de posición en las valoraciones morales que se hacen en este campo (Pronto hará aparición una obra de un homosexual militar y católico practicante que, tras ofrecer un impresionante testimonio personal, reflexiona en profundidad sobre las posiciones morales que la Iglesia mantiene en este terreno).

 

Pero el hecho es que la vertiente homosexual se abre paso progresivamente en la sociedad, a pesar de las enormes resistencias que suscita. Sale del campo de lo enfermo, de lo perverso, de la peligrosidad social. Caen los mecanismos jurídicos excluyentes, y paralelamente la opinión pública modifica sus valoraciones al respecto. La homosexualidad es reconocida con pleno derecho en instituciones que hasta hace poco tiempo se mostraban completamente cerradas a su reconocimiento. Desde el ejército hasta los partidos políticos de izquierda (y ya también de derecha) aceptan la integración en su seno de miembros que reconocen públicamente su homosexualidad.

 

La misma institución familiar, que vio en ella uno de sus más peligrosos enemigos, le abre hoy sus puertas y reconoce jurídicamente a la pareja homosexual en igualdad de derechos con la heterosexual (En un trabajo reciente se replantea la posición moral católica al respecto. Cf. H. RARRER, «Zur rechtlichen Anerkennung homosexueller Partnerschaften» en Stimmen der Zeit 8 (2001) 533-540). Así pues, en esta situación de general apertura y progresiva integración de lo homosexual, cabe interrogarse sobre las resistencias que se ofrecen dentro del campo particular de la vida consagrada y sacerdotal para la aceptación en su seno de personas con dicha orientación. Asunto tanto más problemático si, como veíamos anteriormente, con su aceptación o sin ella, la homosexualidad ha estado siempre presente en el seno de estas instituciones eclesiales.

 

Reconocimiento o exclusión

 

La primera consideración obligada al respecto radica, sin duda alguna, en el contrasentido evangélico que supone mantener un estado de marginación y exclusión de un grupo humano que, a lo largo de la historia, fue perseguido de modo tan inmisericorde. Es ése y no otro el primer lugar de reflexión ética que la comunidad creyente debería plantearse a propósito de la homosexualidad. Porque la denuncia de la que ha sido (y sigue siendo en algunos lugares) una de las persecuciones más crueles de la historia se debería alzar como la exigencia ética prioritaria, por encima de la de la moralidad de unas prácticas sexuales determinadas. Fueron los marginados los primeros con quienes se solidarizó Jesús: los enfermos, los publicanos, los pecadores, las mujeres y los niños. A todos ellos no les unía sino el lazo de la marginación social (Cf. J. M. CASTILLO, Los pobres y la teología, Desclée de Brouwer, Bilbao 1997, 99-124), y es en razón de ella por lo que Jesús los convierte en sus preferidos, se solidariza y comparte mesa con ellos, y los defiende frente a los sanos, los «virtuosos», los «machos» o los adultos. Excluir, por tanto, a priori a ese sector de la población de la participación en cualquiera de las instancias eclesiales vendría a significar una palmaria contradicción con el mensaje que se predica. Tanto más en una sociedad en la que ese grupo va encontrando, aunque trabajosamente, un lugar y un papel con la dignidad que se merece. Es la misericordia entrañable, tal como lo expresó Salvador Toro, Prior del Monasterio de Sobrado de los Monjes, la que tendría que impedir una exclusión de la vida consagrada o sacerdotal que se realizara en razón de la orientación sexual. Desde una perspectiva análoga, T. Radcliffe, antiguo Maestro General de la orden dominicana, afirmaba que no nos corresponde a nosotros decir a Dios a quién puede o no llamar a la vida religiosa (Cf. S. TORO,«Cuando la sexualidad es «diferente»» en Sal Terrae 82 (1994) 729-734; T. RADCLIFFE, El manantial de la esperanza, San Esteban, Salamanca 1998, 208).

 

Desde unas claves diferentes, Javier Gafo expresó también su posición al respecto, señalando que la condición homosexual, en sí misma, no debería convertirse en óbice para una opción celibataria asumida por motivos religiosos. Entre otras razones, porque es y será siempre inevitable que haya personas homosexuales tanto en el sacerdocio corno en la vida consagrada. La única cuestión, entonces, a plantear será, corno en el caso de los sujetos heterosexuales, la de la capacidad que se pueda apreciar para vivir coherentemente una vida celibataria (Cf. J. GAFO, «Cristianismo y homosexualidad», en La homosexualidad. Un debate abierto, Desclée de Brouwer, Bilbao 1997, 219-220).

 

En esa determinación de la capacidad para el celibato puede intervenir, sin embargo, con suma facilidad un estereotipo bastante extendido: el de que las personas homosexuales difícilmente pueden vivir sin llevar cabo una práctica de su tendencia erótica. El dato es desmentido por las investigaciones llevadas a cabo sobre la población homosexual (A. P. BELL -M. S. WEINBERG, Homosexualidades, Debate, Madrid 1979, 149. Dicho estereotipo puede encontrar también una base en la identificación de todos los sujetos homosexuales con un tipo o subcategoría dentro de ellos: los denominados como «disfuncionales», que, especialmente conflictualizados, son los que con más frecuencia han acudido a las consultas de psiquiatras o psicólogos clínicos), pero cuenta con la fuerza en contra de un prejuicio bien establecido y de indudables raíces inconscientes. La figura del homosexual que necesariamente se ve compelido a un comportamiento de acoso sexual, parece guardar más relación con la homosexualidad latente y proyectada de muchos sujetos heterosexuales que con los hechos observables. Todo lo cual conduce a pensar que, sin un serio y profundo autoanálisis sobre la propia homofobia y sus raíces encubiertas, no se estará capacitado para valorar en sus justos términos la dinámica real del sujeto homosexual que demanda incorporarse a la vida consagrada o sacerdotal.

 

Problemas homofílicos y fantasmas homofóbicos

 

Una de las resistencias más habituales frente a la idea de integrar a sujetos homosexuales en el campo de la vida consagrada o sacerdotal radica, en efecto, en ese fantasma de que un sujeto homosexual que hace su vida cotidiana rodeado de personas de su mismo sexo tenderá, de modo inevitable, a vincularse eróticamente con los miembros de su comunidad. Los datos que se pueden obtener, sin embargo, desmienten que tal tipo de problemas se dé realmente. Por lo general, el sujeto homosexual se autolimita de modo espontáneo, evitando dirigir su interés erótico hacia sujetos heterosexuales de los que poco puede esperar, del mismo modo que en el campo heterosexual hay también una autolimitación en el mismo sentido en las relaciones con el otro sexo, ya sea en razón de su estado (de matrimonio o consagración religiosa) o por razones de otra índole. Tan sólo sujetos particularmente inmaduros impregnan de erotismo toda relación con el sexo que les atrae.

 

Todo ello no elimina, sin embargo, la posibilidad de que en determinadas ocasiones un sujeto homosexual quede prendado de un miembro de su comunidad religiosa o ministerial. Esa situación, de indudable conflictividad, puede derivar, sin embargo, de maneras muy diferentes. Todo dependerá de la capacidad de ambas personas para afrontar abiertamente la situación y encauzarla del modo más coherente para ambas.

 

Una se verá llamada a un trabajo de duelo, para dar por perdido un objeto de amor irrealizable; y la otra, a mantener la fidelidad a su propio deseo, al mismo tiempo que a comprender fraternalmente una situación que hasta entonces le era del todo desconocida, pero que, sin duda, le manifiesta de modo más amplio lo que es el deseo humano. Si es así, una situación en principio conflictiva y dolorosa se convertirá en una ocasión de mutuo enriquecimiento personal.

 

El problema, pues, parece que debe quedar centrado no tanto en la condición homosexual cuanto en la conflictividad de ese sujeto, ya sea en razón de la dificultad que haya tenido para asumir su propia orientación sexual, ya sea en razón de otras variables que intervinieran en su desarrollo personal. En todo caso, y dadas las circunstancias habituales en que todavía se desenvuelve la conciencia homosexual, parece obligado suponer que el grado de conflictividad que pueden presentar los sujetos homosexuales probablemente sea mayor que el de los heterosexuales. De ahí que el análisis previo a la incorporación dentro de la vida consagrada o ministerial debería ser más cuidadoso y atento.

 

Pero, al mismo tiempo, deberíamos evitar también el peligro de absolutizar dicha razonable suposición. Porque en ese caso habría igualmente que suponer que nos amparamos en ella para solapar una fácil defensa inconsciente frente a lo homosexual.

 

Será necesaria, pues, mucha lucidez, y más obligado aún un profundo y honrado autoanálisis de las propias reacciones frente a lo homosexual. Sólo así se podrá captar y valorar adecuadamente las dificultades específicas que pueda presentar un varón o una mujer homosexual.

 

Una cuestión específica para los sujetos homoeróticos consagrados o sacerdotes radicará siempre en que esa orientación sexual, que afecta de modo decisivo a la propia identidad, no se alce, sin embargo, como su eje o referencia fundamental. La formación tendrá una tarea importante en lograr que la orientación sexual no se convierta en el elemento central de la propia identidad, sino que llegue a ser tan sólo un elemento que forma parte de una identidad más fundamental, que es la de seguidor de Jesús en el proyecto de construcción del Reino. Favorecer la manifestación de los conflictos vitales del sujeto asociados a su orientación sexual e indagar en las motivaciones vocacionales profundas de su vocación deberán constituir, entonces, elementos esenciales del acompañamiento personal.

 

Particular atención habría también que mostrar ante los casos relativamente frecuentes de sujetos que, con una conflictividad homosexual de fondo, pretenden escapar a ella mediante el logro de una identidad nueva como religioso, religiosa o sacerdote. La intensidad emocional que acompaña los momentos iniciales de una vocación contribuye muchas veces al «éxito» de este propósito, dejando encubierta la identidad conflictiva original. Este peligro es tanto mayor si tenemos en cuenta que, con demasiada frecuencia, los sujetos que inician un proyecto vocacional pueden distar mucho de haber clarificado suficientemente su auténtica identidad psico-sexual.

 

Una situación diferente se ofrece en los casos en que se ha dado una previa práctica sexual relevante (particularmente, si ésta ha tenido un carácter marcado por la compulsividad). Ciertamente, ahí encontramos una dificultad mayor para proponerse una vida celibataria. Cuando la represión ha jugado un papel preponderante, y los diques que ésta creó se rompen, los obligados procesos de sublimación difícilmente podrán llegar a establecerse.

 

En otros casos, sin embargo, la represión ha podido «triunfar», manteniendo al margen las tendencias eróticas de base, Pero ello no significa que la vida celibataria logre sus propósitos específicos. Celibato es más que castidad, y no se puede considerar, por tanto, «eunuco por el Reino de los cielos» a quien, manteniéndose sin falla alguna en el terreno genital, sea capaz de mantener unas vinculaciones afectivas de contenidos eróticos camuflados y encubiertos incluso bajo bellas racionalizaciones espirituales. En este caso, la perversión es manifiesta y no se corresponde tanto con lo homosexual en sí cuanto, más bien, con su encubrimiento. Las condiciones en que se elabora la sexualidad femenina hacen más proclive a la mujer que al varón a este tipo de dinámicas.

 

Así pues, toda una amplia y compleja problemática se abre en la integración de lo homosexual en el seno de la vida eclesial. Integración que afecta tanto a las personas homoeróticas como a las heterosexuales. Todos, pues, estamos implicados de un modo u otro. Para unos, el reto consistirá en luchar por el logro de una maduración afectiva, dificultada tantas veces por el rechazo social introyectado, Para otros radicará en la también difícil tarea de exorcizar un fantasma que mutila la propia expansión personal y que daña la relación con los demás, Nadie es inocente, pues, en la cuestión homosexual.

 

Comprenderlo y elaborarlo a fondo será un asunto de importancia para que, personal y colectivamente, acertemos a situarlo del modo más humano y cristiano posible en el marco de la vida eclesial.


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