De la Carta a Diogneto
(Cap. 8, 5–9, 6: Funk 1, 325-327)
Nadie jamás ha visto ni ha conocido a Dios, pero él ha querido manifestarse a sí mismo. Se manifestó a través de la fe, que es la única a la que se le concede ver a Dios. Porque Dios, Señor y Creador de todas las cosas, que todo lo hizo y todo lo dispuso con orden, no sólo amó a los hombres, sino que también fue paciente con ellos. Siempre lo fue, lo es y lo será: bueno, benigno, exento de toda ira, veraz; más aún: él es el único bueno. Después de haber concebido un designio grande e inefable se lo comunicó a su único Hijo.
Mientras mantenía oculto su sabio designio y lo reservaba para sí, parecía abandonarnos y olvidarse de nosotros. Pero, cuando lo reveló por medio de su amado Hijo y manifestó lo que había establecido desde el principio, nos dio juntamente todas las cosas: participar de sus beneficios y ver y comprender sus designios. ¿Quién de nosotros hubiera esperado jamás tanta generosidad?
Dios, que todo lo había dispuesto junto con su Hijo, permitió que hasta el tiempo anterior a la venida del Salvador viviéramos desviados del camino recto, atraídos por los deleites y concupiscencias, y nos dejáramos arrastrar por nuestros impulsos desordenados. No porque se complaciera en nuestros pecados, sino que los toleraba. Ni es tampoco que Dios aprobara aquel tiempo de iniquidad, sino que estaba preparando el tiempo actual de justicia, a fin de que, convictos en aquel tiempo de que por nuestras propias obras éramos indignos de la vida, fuéramos hechos dignos de ella por la bondad de Dios, reconociendo así que por nosotros mismos no podíamos entrar en el reino de los cielos, pero que esto se nos concedía como un don de Dios.
Pues cuando nuestra maldad había colmado la medida y se hizo plenamente manifiesto que por ella merecíamos el castigo y la muerte, llegó en cambio el tiempo establecido por Dios para manifestar su bondad y su poder -¡oh inmenso amor de Dios a los hombres!- y no nos odió ni nos rechazó ni se vengó de nuestras ofensas, sino que nos soportó con magnanimidad y paciencia, apiadándose de nosotros y cargando él mismo con nuestros pecados. Nos dio a su propio Hijo como precio de nuestra redención: entregó al que es santo para redimir a los impíos, al inocente por los malos, al justo por los injustos, al incorruptible por los corruptibles, al inmortal por los mortales. Y ¿qué otra cosa hubiera podido encubrir nuestros pecados sino su justicia? Nosotros que somos impíos y malos, ¿en quién hubiéramos podido ser justificados sino únicamente en el Hijo de Dios?
¡Oh admirable intercambio, mediación incomprensible, beneficios inesperados: que la impiedad de muchos sea encubierta por un solo justo y que la justicia de un solo hombre justifique a tantos impíos!