Método de Meditación

Método de meditación propuesto por el padre Libermann (Fundador de los Padres
del Espíritu Santo)
(Carta dirigida a su sobrino Francisco, de quince años, para enseñarle a hacer
oración.)
Bendigo a Dios por los buenos propósitos que te inspira y sólo puedo animarte a
que te apliques a la oración. Este es el método que quizá puedas seguir para
acostumbrarte a ella. En primer lugar, lee la víspera algún libro de tema piadoso, el que más se adapte a tu gusto y a tus necesidades, por ejemplo, sobre el modo de practicar las virtudes o también sobre la vida y ejemplos de Nuestro Señor Jesucristo o de la Santísima Virgen. Por la noche, duérmete con esos buenos pensamientos y, cuando te levantes por la mañana, recuerda algunas reflexiones piadosas que serán el tema de tu oración. Tras la plegaria vocal, ponte en la presencia de Dios; piensa que ese Dios tan grande está en todas partes; que está en el lugar donde te encuentras y, de una manera particular, en el fondo de tu corazón. Luego, acuérdate de ti: cuán indigno eres, a causa de tus pecados, de aparecer delante de su Majestad infinitamente santa, pídele perdón humildemente por tus faltas, haz un acto de contrición y recita el Confiteor. Después, admite tu incapacidad para rezar como Dios lo quiere; invoca al Espíritu Santo; suplícale que venga en tu ayuda y que te enseñe a orar, a hacer una buena oración y reza el Veni
Sancte. Entonces comenzará tu oración propiamente dicha. Contiene tres puntos: la
adoración, la consideración y los propósitos.
 
1.° La Adoración
Comenzarás por rendir homenaje a Dios, a Nuestro Señor Jesucristo o la Santísima
Virgen, según el tema de la meditación. También, por ejemplo, si meditas sobre una
perfección de Dios o sobre una virtud, rendirás homenaje a Dios que posee en un grado infinitamente elevado esa perfección o a Nuestro Señor que la practicó tan
perfectamente: por ejemplo, si haces la oración sobre la humildad, pensarás en lo
humilde que fue Nuestro Señor, El, que era Dios des de toda la eternidad y que se
humilló hasta hacerse un niño, hasta nacer en un pesebre, hasta obedecer a José y a María durante tantos años, hasta lavar los pies a sus apóstoles, hasta sufrir toda clase de oprobios e ignominias por parte de los hombres. Entonces, le expresarás tu admiración, tu amor, tu gratitud, estimularás a tu corazón para que le ame y para que desee imitarle. Puedes también considerar esta virtud en la Santísima Virgen o en cualquier otro santo; ver cómo la han practicado y manifestar al Señor tu deseo de imitarlos.
Si meditas sobre un misterio de Nuestro Señor, por ejemplo, el de la Navidad,
puedes representarte con la imaginación el lugar en que tuvo lugar ese misterio y las personas que allí aparecían; podrás imaginar, por ejemplo, la gruta donde nació el Salvador, ver al Niño Jesús en los brazos de María, con San José a su lado; los pastores y los magos que vienen a rendirle homenaje; y entonces te unirás a ellos para adorarle, alabarle y rezar ante él.
Te puedes servir también de representaciones parecidas cuando medites sobre las
grandes verdades como el infierno, el juicio, la muerte; imaginar, por ejemplo, que estás muriendo; las personas que esta rían a tu alrededor: un sacerdote, tus padres; los sentimientos que experimentarías entonces, y de ahí surgirán afectos hacia Dios; las sensaciones de temor, de confianza, etc., que experimentarías. Después de detenerte en esos afectos y en esos sentimientos durante todo el tiempo en el que encuentres gusto y en el que te puedas ocupar eficazmente, pasarás al segundo punto que es la consideración.
 
2.º. Consideración
Ahora, repasarás serenamente en tu alma los principales motivos que deben
convencerte de la verdad sobre la que meditas, por ejemplo, de la necesidad de trabajar en tu salvación, si la estás considerando; o los motivos que te llevan a amar o practicar tal virtud o tal otra; por ejemplo, si haces la oración sobre la humildad, puedes pensar en las muchas razones que te obligan a ser humilde; en primer lugar, el ejemplo de Nuestro Señor, el de la Santísima Virgen y el de todos los santos; además, porque el orgullo es el origen y la causa de todos los pecados, mientras que la humildad es el fundamento de todas las virtudes; por último, porque no hay en ti nada de lo que puedas envanecerte. ¿Qué tienes que no hayas recibido de Dios?: la vida, la conservación en ella, la salud del alma, los buenos pensamientos, todo viene de Dios; no tienes nada, por supuesto, de lo que pue das glorificarte, al contrario: tienes de qué humillarte pensando en la cantidad de veces que has ofendido a Dios, tu Salvador, tu Bienhechor.
Para hacer estas consideraciones no trates de repasar en tu memoria todos los
motivos que encuentres para convencerte de determinada verdad o para practicar esta o aquella virtud; detente sólo en algunos de los que te impresionen más y que serán los más apropiados para ayudarte a practicar esa virtud. Lleva a cabo esas consideraciones serenamente, sin cansar tu espíritu. Cuando agotes ese tema, pasa al siguiente. Mézclalo todo con piadosos afectos hacia Nuestro Señor, con deseos de serle grato; de vez en cuando dirígele cortas plegarias y exprésale tus propósitos para demostrarle los buenos deseos de tu corazón.
Después de haber considerado dichos motivos, entra en el fondo de tu conciencia
y examínate cuidadosamente para saber cómo te has conducido hasta este momento con respecto a la verdad o a la virtud sobre la que has meditado; cuáles son las faltas que has cometido, por ejemplo, contra la humildad, si es que has meditado sobre la humildad; en qué circunstancias cometiste esas faltas; qué medios podrías adoptar para no volver a caer en ellas. Entonces pasarás al tercer punto que son los propósitos.
 
3.º Propósitos
Este es uno de los grandes frutos que debes sacar de tu oración: el de hacer
buenos propósitos. Re cuerda que no sólo hay que decir: no volveré a ser orgulloso; no trataré de alabarme; no me pondré de malhumor; seré caritativo con todo el mundo, etc.
Son, sin duda, unos deseos excelentes que de muestran la buena disposición de
nuestra alma. Pero has de ir más lejos: pregúntate en qué circunstancias a lo largo del día corres el riesgo de caer en la falta que te propones evitar, y en qué circunstancias podrías hacer un acto de esa virtud. Por ejemplo, su pongo que has meditado sobre la humildad; ¡pues bien!, si te examinas, observarás que, cuando te preguntan en clase, sientes en tu interior un gran amor propio, un vivo deseo de ser apreciado; entonces, harás el propósito de recogerte unos momentos antes de que te pregunten para, en un acto interior de humildad, decir al Señor que renuncias de todo corazón a cualquier sentimiento de amor propio que pueda surgir en ti; si has advertido que en esas circunstancias sueles disiparte, haz el propósito de huir de esa ocasión, si puedes, o el de recogerte un poco en el momento en que supones que puede sucederte. Si has notado que sientes cierta antipatía hacia tal o cual persona, proponte dirigirte a ella y demostrarle tu amistad. Y así con todo lo demás.
Sin embargo, por muchos y muy buenos propósitos que hagas, todo será inútil si
Dios no acude en tu ayuda; pídele insistentemente su gracia; hazlo después de tomar tus decisiones —y mientras las tomas— para que te ayude a ser fiel a ellas, pero repítelas de vez en cuando en otros momentos de tu oración; generalmente, no es necesario que tu meditación sea árida y sólo un trabajo de tu mente, sino que es preciso que tu corazón se dilate y se ensanche ante tan buen Maestro, como el corazón de un niño ante el padre que le ama tiernamente. Para hacer más fervorosas y eficaces tus peticiones puedes manifestar al Señor que la gracia que le pides para practicar esa virtud sobre la que has meditado, es para su gloria; para cumplir su voluntad como hacen los ángeles en el cielo;
que le pides su ayuda para ser fiel a tus buenos propósitos; que se lo pides en nombre de su amado Hijo, Jesucristo, que murió en la cruz para merecerte esas gracias; que prometió escuchar a todos los que pidieran, siempre que pidieran en nombre de su Hijo, etc.
Ponte también bajo la protección de la Santísima Virgen; ruega a esta buena
Madre que interceda por ti; es todo poder y todo bondad; no sabe lo que es negar y Dios le concede todo lo que pide para nosotros. Ruega también a tu santo Patrón y a tu Ángel Custodio. Sus plegarias no dejarán de obtenerte la gracia, la virtud, la fidelidad a tus propósitos, de las que tienes necesidad.
Durante el día recordarás de vez en cuando tus buenos propósitos con el fin de
ponerlos por obra, o para considerar si los has observado bien, y renuévalos para el resto de la jornada. De vez en cuando elevarás el corazón a Nuestro Señor para confirmar los buenos propósitos que habrá puesto en tu corazón durante la oración de la mañana. Al obrar así, ten la seguridad de que obtendrás gran provecho de este piadoso ejercicio y que harás grandes progresos en virtud y en amor a Dios.
En cuanto a las distracciones, no te inquietes; cuando las adviertas, recházalas y
continúa tranquilamente tu oración o tu plegaria vocal. Es imposible no tener
distracciones; lo único que Dios nos pide es que volvamos fielmente a El en cuanto
notemos que estamos distraídos. Poco a poco irán disminuyendo y tu oración llegará a ser más dulce y más fácil.
Estos son, querido sobrino, los consejos que pueden servirte para facilitarte la
práctica tan necesaria de la oración. Es el gran medio que han empleado todos los santos para santificarse. Espero que, con la gracia, te aprovechará como a ellos, y que tu buena voluntad será recompensada con las gracias de ese buen Maestro. (Lettres du Venerable Pare Liber mann, présentées par L Vogel, París, DDB, 1964)

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