Por Ignacio Blanco
Evangelio según San Lucas 12,32-48
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No temas, pequeño rebaño, porque el Padre de ustedes ha tenido a bien darles el Reino. Vendan sus bienes y den limosna; consíganse bolsas que no se desgasten, y acumulen un tesoro inagotable en el Cielo, donde no se acercan los ladrones ni destruye la polilla. Porque allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón. Tengan ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Ustedes estén como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre despiertos; les aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos. Comprendan que, si supiera el dueño de casa a qué hora viene el ladrón, no le dejaría asaltar su casa. Lo mismo ustedes, estén preparados, porque a la hora que menos piensen viene el Hijo del hombre».
Pedro le preguntó: «Señor, ¿has dicho esa parábola por nosotros o por todos?». El Señor le respondió: «¿Quién es el administrador fiel y solícito a quien el amo ha puesto al frente de su servidumbre para que les reparta la ración de alimentos a sus horas? Dichoso el criado a quien su amo, al llegar, lo encuentre portándose así. Les aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes. Pero si el empleado piensa: “Mi Señor tarda en llegar”, y empieza a pegarles a los criados y a las criadas, y se pone a comer y beber y a emborracharse, llegará el Señor de aquel criado el día y a la hora que menos lo espera y lo despedirá, condenándolo a la pena de los que no son fieles. El criado que conoce la voluntad de su señor, pero no está preparado o no hace lo que él quiere, recibirá un castigo muy severo. En cambio, el que, sin conocer esa voluntad, hace cosas reprobables, recibirá un castigo menor. A quien se le dio mucho, se le exigirá mucho; y a quien se le confió mucho, se le pedirá mucho más».
¡Qué bien nos conoce Jesús! Es realmente un experto en humanidad. Comprende lo más profundo del corazón, sabe cómo “funcionamos”, conoce nuestros anhelos y deseos, y conoce también las heridas que el pecado ha causado en nuestro interior. Y no sólo comprende como quien ha estudiado un espécimen sino que su conocimiento está “hecho de amor” —si cabe la expresión—, al punto de que siendo Dios se hizo uno de nosotros para sanarnos de toda herida y mostrarnos el camino por el cual podemos llegar a ser felices, plenos. Si queremos, pues, conocernos más y mejor mirémoslo a Él. Más nos vale fijar nuestra mirada en Cristo, escuchar y meditar su Palabra, que hacer mil horas de introspección o cien cursos de autoayuda. El Señor, dice San Juan, nos conoce «por experiencia a todos y no tenía necesidad de que se le diera testimonio acerca de los hombres, pues Él conocía por experiencia lo que hay en el hombre» (Jn 2,24-25).
En el pasaje del Evangelio de Lucas tenemos una expresión más de ese conocimiento profundo que tiene Jesús de nuestra realidad. Centremos nuestra atención en una frase de esas que deberían estar esculpidas en cada rincón de nuestra memoria para ayudarnos a vivir cada día más en Cristo: «Allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón».
El contexto de estas palabras de Jesús es importante. Nos invita a conseguir «bolsas que no se desgasten» y a «acumular un tesoro inagotable en el Cielo» donde no hayan ladrones que lo puedan robar ni polillas que lo puedan roer. Esta serie de figuras nos llevan a considerar la realidad temporal en la que vivimos respecto de aquella eterna a la que nos dirigimos. Lo que podamos acumular acá es frágil, inconsistente, presa fácil del ladrón, susceptible de corrupción por el paso del tiempo. Pero lo que anhelamos, ¿no es precisamente lo contrario: consistencia, firmeza, seguridad, incorruptibilidad?
Nuestro corazón siempre buscará un tesoro. Un tesoro nos hace ricos, nos da seguridad y abundancia. Es, en ese sentido, sinónimo de felicidad, de plenitud. El asunto es qué buscar, dónde buscarlo y cómo buscarlo. Evidentemente, para que lo consideremos un tesoro tiene que significar algo valioso para nosotros y tiene que corresponder a algo que buscamos. Por ejemplo, un buscador de oro habrá encontrado su tesoro cuando encuentre una mina con una rica veta de mineral precioso o un galeón hundido en el mar lleno de cofres con monedas de oro. Si a ese hombre se le señala una montaña de hojalata y se le dice “ahí está tu tesoro”, ciertamente se sentirá embaucado pues no es lo que buscaba y eso para él no vale nada.
Cuando hablamos de la búsqueda interior que como seres humanos realizamos en la vida, el asunto es más complejo. Primero porque muchas veces nos confundimos y no sabemos bien qué buscamos. Segundo porque nos podemos equivocar sobre lo que queremos y terminar en lugares donde nunca vamos a encontrar. Tercero porque en el camino encontraremos interesados (especialmente uno, el diablo) en distraernos y estafarnos con baratijas camufladas de tesoros.
El Señor Jesús sabe de ello. Él conoce todo lo que hay en nuestro interior: anhelos, búsquedas, temores y alegrías, aciertos y fracasos, etc. Él es, pues, nuestra “brújula” en el camino. O más bien, Él es el camino (ver Jn 14,6) para encontrar lo que buscamos. Y quizá lo primero que nos enseña es a no tener miedo de reconocer en nuestro interior ese anhelo de plenitud y felicidad y lanzarnos a acumular «un tesoro inagotable en el Cielo». Ello ciertamente implica riesgo y arrojo pues encontraremos no pocos obstáculos interiores y exteriores. Pero por sobre todo está la experiencia de saber en quién tenemos puesta nuestra fe y confianza (ver 2Tim 1,12).
Por otro lado, volviendo a la frase “allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón”, Jesús nos da una lección invalorable. La relación entre “tesoro” y “corazón” en esta frase es muy pedagógica. ¿Qué es lo valioso, lo significativo para nosotros? Tras ello va nuestro corazón. La riqueza de lo que es “el corazón” para la mentalidad de la época de Jesús nos ayuda a entender un poco mejor el alcance de la frase del Señor. El corazón es la morada “donde uno es”, o donde uno habita. Es ese “lugar” donde “uno se adentra consigo mismo” y que constituye el centro de la personalidad. Es la sede de los afectos profundos. Es el lugar del encuentro. Es también el lugar de la decisión personal, en lo más profundo de nuestra interioridad, por el bien o por el mal.
Con esto en mente, imaginemos las consecuencias: donde esté nuestro tesoro, estará nuestro corazón. ¡Qué peso enorme tiene entonces “el tesoro” y que éste realmente responda a los anhelos del corazón! En un sentido podemos decir que las características del tesoro que decidamos buscar en la vida irán “modelando”, “configurando” nuestro corazón. Si nuestro tesoro es el placer o el tener o el poder, nuestra personalidad se irá configurando según esas caricaturas de ser. Es vital, pues, que escuchemos la voz del Amigo y acumulemos nuestro «tesoro inagotable en el Cielo».
¿No es esa una manera de decirnos que el único tesoro que está a la altura de los anhelos del corazón, de su verdadera grandeza, es la comunión en el amor? Si ponemos allí nuestro tesoro, todo nuestro ser se irá configurando en el amor, recuperando la semejanza con Aquel que es la plenitud de todo hasta reproducir en nosotros su imagen. Nuestro corazón anhela consistencia, felicidad, eternidad. No nos contentemos con menos.