En hebreo, «palabra» se dice «dabar» y «desierto» se dice «midbar». «Mi» es un privativo, por lo que el término «mi-dbar» equivale a «sin-palabras», «lugar de silencio», porque no está habitado por los hombres.
El desierto es, pues, lugar de silencio y de soledad, que nos permite alejarnos de las ocupaciones cotidianas para encontrarnos con Dios. Por eso, Oseas lo presenta como un espacio donde surge el amor: «La llevaré al desierto y le hablaré al corazón» (Os 2,16).