2016-10-18 Una sociedad libre de homofobia, un reto para los cristianos.

Quiero comenzar haciendo unas observaciones para que se comprenda mejor el contenido de mi intervención, su alcance y también sus límites. No soy un moralista ni tengo conocimientos especiales sobre la realidad de la homosexualidad. En estos momentos vivo totalmente entregado a conocer mejor a Jesús y a impulsar en el interior de la Iglesia una renovación arraigando la experiencia cristiana con más verdad y fidelidad en la persona de Jesús, en su mensaje liberador y en el proyecto humanizador que Jesús llamaba el “reino de Dios”.
Por eso, mi exposición tendrá dos partes. En la primera expondré el “principio-misericordia” que inspiró y motivó toda la actuación profética de Jesús y que dejó como herencia a sus seguidores y a toda la Humanidad: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso (Lucas 6,36). En la segunda parte, trataré de mostrar cómo el “principio-misericordia” nos puede ayudar a dar pasos concretos hacia una sociedad liberada de homofobia donde la comunidad homosexual pueda convivir de manera más digna, justa y dichosa en medio de una mayoría heterosexual.
 
El momento actual es decisivo para abordar el problema de la homofobia. Me explico. El Papa que preside hoy la Iglesia Católica se ha pronunciado de manera clara con palabras impensables todavía hace unos años. Son dos frases breves que abren el movimiento de Jesús hacia un horizonte nuevo, aunque las fuertes resistencias a Francisco hayan obligado a “aparcar” de momento el tratamiento a fondo del tema de la homosexualidad en el último sínodo sobre la Familia. Es el momento de reaccionar desde las comunidades cristianas.
 
En el avión de regreso de su viaje a Brasil, a preguntas de periodistas, decía así: “Si una persona gay busca a Dios y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarlo?”. No es una encíclica, no es un documento magisterial, pero, tal vez, es mucho más. Es la convicción profunda del papa Francisco donde, por fin, resuenan las palabras de Jesús: “No juzguéis y no seréis juzgados” (Mateo 7,1).
 
En respuesta a Yayo Grassí, antiguo alumno de Jorge Bergoglio, homosexual que vive en pareja en EE.UU., que pedía a Francisco una aclaración en torno a un episodio en que se había visto envuelto el papa. Francisco termina su carta con estas palabras: “Quiero asegurarte que en mi trabajo pastoral no hay lugar para la homofobia”.
 
1. La condición homosexual
 
Desde el inicio es importante que utilicemos un lenguaje adecuado y preciso para evitar expresiones cargadas de connotaciones peyorativas. Desde hace algunos años, el término “homosexualidad” ha pasado a significar la realidad humana total de las personas cuya pulsión sexual está orientada hacia personas de su propio sexo. El término proviene del griego “homoios”=igual y “sexus”=sexo (el término fue introducido por Fereneczi, médico húngaro en el siglo XIX; bastantes organizaciones homosexuales lo rechazan por su origen clínico y prefieren designarse como “gais” y “lesbianas”).
 
Con la palabra “homosexualidad” queremos referirnos a la condición humana de una persona que, en su dimensión de sexualidad se caracteriza por estar constitutivamente movida por una pulsión sexual orientada hacia personas del mismo sexo.
 
Con esto se quiere decir:
 
  • El homosexual es, ante todo, un ser humano con su dignidad personal, con un destino y una vocación a crecer y realizarse como persona humana, lo mismo que el heterosexual. Su peculiaridad tiene su raíz y manifestación más clara en que su pulsión sexual está orientada hacia personas del mismo sexo. Por eso, al hablar de las personas homosexuales, hemos de tener siempre presente toda su realidad humana y su dignidad personal sin centrar la atención de manera reduccionista y por lo tanto falsa solo en lo sexual o genital.
  • No hemos de confundir la condición homosexual con una enfermedad. La homosexualidad no lleva consigo, de por sí, ningún rasgo de patología somática o psíquica. En 1973, la American Psichiatric Association concluyó su estudio afirmando que la homosexualidad no puede ser catalogada como enfermedad. En 1990, la Organización Mundial de la Salud la eliminó definitivamente de la lista de enfermedades.
  • Tampoco hemos de confundir la condición homosexual con actuaciones anómalas o desviadas como por ejemplo: la pederastia, el sadismo, la prostitución, promiscuidad, violación…; lo mismo que no confundimos la condición heterosexual con ese tipo de actuaciones. No hemos de admitir que se hable de los homosexuales en clave de “perversión”, “desviación”, “inversión”.

Si me he detenido en todo esto es porque pienso que, para caminar hacia una sociedad libre de homofobia, hemos de aprender a mirar, respetar y amar al diferente en su propia realidad, sin falsearla.

 
2. Sed misericordiosos como vuestro Padre
 
Lo primero que hemos de grabar bien es que Jesús capta y vive la realidad insondable de Dios como un misterio de misericordia. Lo que define a Dios no es el poder o la fuerza como a las divinidades paganas del Imperio. Por otra parte, Jesús no habla nunca de un Dios indiferente o lejano, olvidado de sus hijos. Menos aún, de un Dios interesado por su honor, sus derechos, su templo, su sábado… Dios es un misterio de compasión. Es “rahum”, misericordioso, tiene “entrañas de misericordia” (“rahamin”).
(Empleo indistintamente los términos “misericordia” y “compasión”. De ordinario, prefiero hablar de “compasión” para sugerir la cercanía al que sufre –padecer con él– y de “misericordia” para sugerir la atención al que sufre –poner el corazón en el que está en la miseria).
 
Dios no vive de espaldas al sufrimiento de sus hijos. Por decirlo de alguna manera, la compasión es su modo de ser, su manera de mirar el mundo y de reaccionar ante sus criaturas. Jesús no le vive ni le experimenta a Dios al margen del sufrimiento humano. Por eso no separa nunca a Dios de su proyecto de construir un mundo más digno, más justo, más dichoso para todos, empezando por los que más sufren.
(Las parábolas más importantes de Jesús son las que narra para comunicar su experiencia de un Dios misericordiosos que solo busca el bien de sus hijos: El padre bueno, Lucas 15,11-32; El dueño de la viña, Mateo 20,1-15; El fariseo y el recaudador, Lucas 18,9-14).
 
Toda la actuación profética de Jesús arranca y está motivada y dirigida por la misericordia de Dios. Su pasión por Dios se traduce en compasión por el ser humano. Es la compasión de Dios lo que atrae a Jesús hacia los maltratados por la vida o por los abusos e injusticias. Lo que lo hace tan sensible al sufrimiento y la humillación de la gente. Pero, sobre todo, es la compasión lo que empuja a Jesús a vivir y a morir “buscando el reino de Dios y su justicia: ese mundo más digno y dichoso para todos, empezando por los que más sufren.
 
Movido por la misericordia del Padre, “la primera mirada de Jesús no se dirige propiamente al pecado de los otros sino a su sufrimiento” (J. B. Metz). El contraste con Juan el Bautista es esclarecedor. Toda la actividad del Bautista gira en torno al pecado: denuncia los pecados del pueblo, llama a los pecadores a penitencia y les ofrece un Bautismo de conversión y purificación. El Bautista no se acerca a aliviar el sufrimiento de los enfermos, no limpia a los leprosos liberándolos de la exclusión, no acoge a las prostitutas, no abraza a los niños de la calle, no se sienta a comer con “pecadores” excluidos de la Alianza. No hace gestos de bondad. Su actuación es estrictamente religiosa.
 
Para Jesús, por el contrario, la primera preocupación es el sufrimiento de las gentes enfermas y desnutridas de Galilea, la defensa de los campesinos explotados por los poderosos terratenientes, la acogida a pecadores y prostitutas, los más despreciados y olvidados por la religión. Por decirlo de alguna manera, en la actuación de Jesús es más determinante suprimir el sufrimiento y humanizar la vida que denunciar los pecados y llamar a los pecadores a la penitencia. No es que no le preocupe el pecado, sino que para el Profeta de la compasión, el mayor pecado contra el proyecto humanizador de Dios consiste en introducir en la vida sufrimiento injusto o tolerarlo con indiferencia desentendiéndonos de las personas que sufren.
 
Jesús vivió en una sociedad profundamente religiosa donde el ideal supremo estaba formulado así en el Levítico: “Sed santos porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo” (Levítico 19,2). El pueblo ha de ser santo, como el Dios que habita en el Templo: un Dios que ama a su pueblo elegido pero rechaza a los pueblos paganos, bendice a quienes observan la Ley pero maldice a los pecadores, acoge a los puros pero separa a los impuros. Paradójicamente, esta imitación de la santidad de Dios, entendida como separación de lo pagano, lo no-santo, lo impuro y contaminante, que estaba pensada para defender la identidad de Israel, fue generando de hecho una sociedad discriminatoria y excluyente donde había: israelitas elegidos y paganos rechazados; sacerdotes de un rango superior de pureza y pueblo ordinario; varones con un nivel superior de pureza y mujeres siempre sospechosas de impureza por su menstruación y los partos; sanos que gozan de la bendición de Dios y leprosos, ciegos, tullidos… excluidos incluso del acceso al Templo. Esta religión generaba barreras y discriminación; no promovía la mutua acogida, la fraternidad y la comunión.
 
Jesús lo captó enseguida. Y con una lucidez y una audacia sorprendente introdujo para siempre en la historia humana un principio que lo transforma todo: “Sed misericordiosos como vuestro Dios es misericordioso” (Lucas 6,36). Es la misericordia y no la santidad el principio que ha de inspirar la conducta humana. Dios es grande y santo no porque rechaza y excluye a paganos, pecadores e impuros, sino porque ama a todos sin excluir a nadie de su misericordia. Dios no es propiedad de los buenos. Su amor está abierto a todos, también a los malos. Dios es de todos. En su corazón hay un proyecto integrador. Dios no separa ni excomulga, sino que acoge y abraza. No bendice la discriminación. Busca un mundo acogedor y solidario donde los santos no condenen a los pecadores, los ricos no exploten a los pobre, los poderosos no abusen de los débiles, los varones no dominen con su prepotencia a las mujeres.
 
“Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”. Hemos de grabar bien estas palabras de Jesús en el corazón de la Iglesia. Estas palabras no son propiamente una ley o un precepto más. Se trata de reproducir en la tierra la misericordia del Padre. Esta llamada a la misericordia es la clave del Evangelio, la gran herencia de Jesús a la Humanidad. El único camino para construir un mundo más justo y fraterno. El único modo de hacer entre todos una Iglesia más humana y más creíble.
 
José Antonio Pagola
 
 

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